No es habitual encontrar un libro de viajes sobre la ciudad de los canales escrito por un autor español. El periodista y escritor catalán Miquel Molina, director adjunto del diario ‘La Vanguardia‘, se atrevió a hacerlo hace ya dos años con ‘Cinco horas en Venecia‘ y ha salido airoso del intento. De ese libro, su origen y el mutuo placer de pasear por lugares venecianos os escribo en esta ocasión.
A finales del mes de julio estuvimos conversando sobre diferentes aficiones compartidas, además de sobre periodismo y literatura. Fue una charla distendida que se convirtió en una entrevista, publicada inicialmente en Nosolocine.net y también, en castellano y catalán, en el blog Txerrad@s. La parte más veneciana de la misma os la descubro aquí, ahora que Molina está presentando su segundo libro de viajes, ‘Siete días en la Riviera’, editado también por Catedral y Univers.
Le confesé a Molina que me había gustado especialmente la introducción, titulada ‘La consagración de una isla’: «Prefiero no saber quién deja zapatillas de bailarina sobre determinada tumba de Venecia. Hay misterios que ni siquiera el periodismo más audaz debería investigar. Descubrirlo no nos convertirá en mejores viajeros, ni ayudará a salvar la ciudad de las crecidas del mar».
En esa introducción describe la isla-cementerio de San Michele a partir de esas ballerinas depositadas en la tumba del empresario teatral Serguéi Diáguilev, a pocos metros de las lápidas del compositor Ígor Stravinski y de su esposa Vera. Y luego une a estos nombres los de otros personajes, como el Nobel de Literatura Joseph Brodsky; la bailarina Martha Graham y la misteriosa princesa rusa Catherine Petrovna Troubetzkoy, prima del poeta ruso Aleksandr Pushkin.
Yo mismo, que estuve en ese cementerio e hice numerosas fotos, tuve que fijarme bien (a posteriori) en el detalle de las zapatillas, mientras que Molina hace literatura con esa imagen que, además, logra dejarnos intrigados. Todo un logro.
También le confesé admirado mi sorpresa por la forma de iniciar su paseo veneciano haciendo referencia a una escultura situada en un lugar muy céntrico, frente al que desfilan cada día miles de turistas en vaporetto y que, en cambio, pasa desapercibida para todo el mundo, incluido yo mismo: la estatua de San Giovanni Nepomuceno, en el cruce del Gran Canal y el Canal de Cannaregio.
Así que, no sin cierta envidia, le hice la pregunta a Miquel Molina.
– ¿Cómo es posible que, sin haber escrito anteriormente ningún reportaje o crónica periodística sobre Venecia, has logrado que te publiquen este libro?
– Ester Pujol, editora de Enciclopèdia Catalana, me citó para hablar sobre la idea de escribir un libro de una nueva colección llamada ‘La joie de vivre’, en Catedral (castellano) y Univers (catalán). Yo iba a ser el tercer autor, después de Diana Athill [‘Diario de Florencia’] y Rafel Nadal [‘Mar de verano. Una memoria mediterránea’]. Yo le propuse escribir sobre la Antártida, a donde había viajado para acudir a una bienal de arte, pero esta idea no le acabó de convencer. Cuando me preguntó por mi última escapada fuera de Barcelona y le dije que había estado en la boda de una amiga en Venecia y que había dado un paseo de cinco horas, se le iluminaron los ojos: quería que escribiera sobre la boda y el paseo, quería un prólogo y un epílogo. Eso sí, en el epílogo metí lo de la Antártida.
– ¿Te invitaron a una boda… ¡en Venecia!?
– Sí. Me invitó una amiga íntima mía, Tatiana, que es rusa pero vive en Barcelona desde el año 2000. Se casaba con un italiano y montó su boda en Venecia. El convite fue en Venissa, una finca de viñedos autóctonos, situada en la isla de Mazzorbo, con hotel y restaurante de una estrella Michelin. Fue en la primavera de 2019 y escribí el libro durante los primeros meses de 2020, en plena pandemia.
– ¿Eres de los que se pierden por Venecia?
– Es que en Venecia te pierdes, pero te encuentras enseguida.
– ¿Alguna zona que no conocieras?
– Cannaregio era quizá la que menos conocía y la que más gracia me hizo. La zona del Arsenal no tenía para mí tanto interés, porque ya la conocía de la Bienal. Conozco menos la parte oeste, donde atracan los barcos más grandes… Y la zona de la Salute: a poco que te alejas de la Fundación Peggy Guggenheim y de la Academia, estás muy tranquilo.
– A mí, personalmente, me ha gustado mucho de tu libro la forma de descubrir detalles que, si bien ya había visto, me pasaron desapercibidos.
– Fui buscando esos finales de callejón que no te llevan a ninguna parte pero, en cambio, te sorprenden con esos hallazgos, sin nadie a la vista y en plena temporada turística. Eso es más gratificante todavía: escaparte cien metros de donde está la marabunta y toparte con esos regalos.
– ¿Cómo decidiste incluir la isla-cementerio?
– Me había hablado mucho de San Michele mi amiga rusa, la novia de la boda, que había ido a ver la tumba de Brodsky, la de Stravinsky… Me pareció fascinante la idea una isla de los muertos.
– ¿Y existen esas zapatillas de bailarina en una tumba o es una licencia literaria?
– Sí, sí… Están siempre. No las vi el verano pasado, el del 2021. De tres veces que he ido, fue la primera vez que no había. Pero este verano, una amiga me envió una foto y estaban las zapatillas. Creo que son de alguna escuela de ballet que las dejan allí.
– Curiosamente, no citas la tumba de Helenio Herrera.
– La vi, la vi, pero no la cité en el libro porque no me encajaba del todo en el relato. Meter allí una bandera del Barça y otra del Inter, no funcionaba. Pero hay quien va en peregrinación a ver su tumba. Y un día, en una presentación, me vino una señora que me dijo que era íntima amiga de la viuda de Helenio Herrera y que había estado varias veces en Venecia con ella.
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