Harrison Ford en el rodaje de ‘Indiana Jones 3’.

En mayo de 1988, hace ahora 35 años, Steven Spielberg rodaba en Almería ‘Indiana Jones y la última cruzada’, la tercera de las aventuras protagonizadas por Harrison Ford en la que Sean Connery encarnaba al padre del famoso arqueólogo (y eso que sólo se llevaban 12 años de diferencia).

Aprovechando el estreno de ‘Indiana Jones y el dial del destino’, la quinta entrega del personaje, os dejo aquí un relato en el que convierto en ficción el día que conocí a Indiana Jones. Porque, en efecto, yo fui a Almería para escribir sobre el rodaje del filme y tuve a mi lado a Harrison, con su esposa de entonces, Melissa Mathison, la guionista de ‘E.T. el extraterrestre’, y su hijito Malcolm, que era un bebé de meses. Y a Sean Connery, cuyos bíceps abultaban más que mis piernas.

De aquel encuentro casual en el Parador de Mojácar decidí construir una ficción con elementos semiautobiográficos. Confieso que mi profesora de escritura creativa despachó mi texto con una frase demoledora: «Eso es una anécdota, no un relato». En fin. Os dejo lo que escribí sobre aquel día, a ver qué os parece.

Steven Spielberg, Harrison Ford y Sean Connery, en el desierto de Tavernas (Almería).

En busca de Indiana Jones

Acababa de llegar a la Redacción, cuando mi jefe me comentó que Steven Spielberg estaba en Almería rodando algunas de las escenas de la tercera entrega de las aventuras de Indiana Jones, que aún no tenía título definitivo.
– Te vas para Almería. Me acaban de decir que Spielberg ya está filmando en el desierto de Tabernas y parece que ni La Vanguardia ni El País lo saben todavía.
– Pero si estoy liado con lo del reportaje de…
– Eso puede esperar. La secretaria de dirección ya os ha sacado los billetes de avión para ti y para Pepe –me cortó sin darme tiempo a explicaciones.
Pepe era uno de nuestros mejores fotógrafos y confiaba ciegamente en su trabajo. Le dije que nos encontraríamos en el aeropuerto y me fui para mi casa a hacer una maleta para los dos días que íbamos a estar fuera.
Al llegar al aeródromo de Almería, Pepe y yo recogimos el coche de alquiler que también nos había reservado la secretaria y enfilamos la carretera hacia Mojácar, en cuyo Parador se alojaba el equipo de la película. Antes, entramos en un pequeño hostal de la población.
– Buenos días –me dirigí a la empleada que estaba tras el mostrador, una chica morenita con gafas de carey, que tenía un ejemplar del Diario de Almería en las manos.
–¿No tendrías un par de habitaciones libres?
– Ahora mismo sólo me queda una doble, pero es posible que me quede otra libre a mediodía. En todo caso, dejen sus maletas y más tarde les confirmo si está disponible.
Dejamos los trastos en la habitación, un cuarto pequeño, pero limpio y aseado, con un váter, un lavabo y una ducha minúscula. Volvimos a la recepción y pregunté a la chica.
– ¿Sabes si hay mucha gente trabajando en la película? Somos periodistas y queríamos hacer un reportaje en el que salgan los vecinos de Mojacar y cómo viven el rodaje –solté.
– ¡Periodistas! ¡Qué trabajo más interesante el suyo! Pues aquí, medio pueblo trabaja para los del cine y el otro medio, también. Ayer estuvieron en la playa de Mónsul y hoy están rodando unas escenas en el antiguo aeródromo de Turre, a unos diez kilómetros de aquí.
– ¿Cómo podemos llegar hasta allí? –pregunté.
– Tenéis que seguir la carretera de Turre y, una vez pasado el pueblo en dirección a la Nacional 340, después de una recta bastante larga y una curva, cogéis un desvío a la izquierda que indica Cortijo Grande. Un par de kilómetros más adelante se abre una pista más estrecha y mal asfaltada, que acaba en cuesta. Al final del camino veréis las edificaciones donde han montado el campamento.
Pepe y yo nos perdimos un par de veces y cuando llegamos al viejo aeródromo casi era la hora de comer. Un desvío subía hacia la torre de control, los hangares y la pista de aterrizaje, pero allí, junto una barrera de quita y pon que les cerraba el paso, había un vigilante.

Aeródromo de Cortijo Grande, en Turre (Almería).

– Buenos días, somos del diario ‘Noticias del Mundo’ –me presenté– Estamos preparando un reportaje sobre Indiana Jones. Nos han dicho que el equipo de la película está aquí…
– Lo siento señores, pero no les puedo confirmar ni desmentir nada. Llevo aquí toda la mañana y no he visto a nadie. Eso sí, tengo órdenes de no dejar pasar a nadie. Y menos a la prensa.
– Hombre, ¿y no puede hacer una pequeña excepción? Es que venimos desde Barcelona.
– Ya me han oído ustedes. No les puedo dejar pasar –insistió el hombre.
– Pues mire que debe ser aburrido quedarse usted aquí, solo, mientras esa gente se lo pasa en grande rodando la película –metí un poco de cizaña.
– Un poco, pero es lo que hay –respondió el vigilante – Es bastante aburrido, pero pagan bien.
– Y a usted no le permiten estar con los famosos, mientras su jefe se queda con ellos, ¿no? –le insinué, al tiempo que le invité a un cigarrillo del paquete de Ducados que acababa de abrir. – No. Pero el jefe es el jefe. Y sigo sin poderles dejar pasar… –dijo el hombre, que aceptó el pitillo de buena gana y dio una primera calada.
– Ya. No podemos pasar con el coche, pero ¿y a pie? ¿No podríamos seguir por ese caminito?
– Miren. Yo voy a ver a mi jefe y a preguntarle si pueden subir y hablar con los del equipo. Durante un ratito, mientras subo y bajo, aquí no va a haber nadie vigilando, así que no se muevan –dijo, al tiempo que nos guiñaba un ojo.
– Tenga. No tenga prisa en volver –y le alargué el paquete de tabaco.
– Gracias, hombre. Y ¡suerte! –dijo el vigilante mientras se alejaba.
– Vamos, Pepe. Rápido –dije, mientras echaba a andar hacia el otro extremo del aeródromo.
Seguimos una vereda que rodeaba la pista de aterrizaje y nos apostamos tras un discreto montículo. Mirando entre las matas, vimos a lo lejos un grupo de personas situadas detrás de una cámara instalada sobre una grúa.
Un automóvil antiguo, pero perfectamente conservado, se colocó frente a la cámara y en dirección hacia donde nos ocultábamos. Dos personas se subieron al vehículo que arrancó lentamente.
Pepe no perdió el tiempo. Sacó un par de cámaras de su bolsa de fotografía. Una, cargada con un teleobjetivo normal y otra, con un enorme, largo y pesado objetivo que colocó sobre un trípode.
– Son ellos. Son ellos –musitó Pepe, al tiempo que apretaba el disparador de la cámara.
– Ya les tenemos. Al menos, podremos ilustrar la noticia –respondí.
El coche se movía hacia nuestra posición cuando un sonido ronco como de motor averiado nos llegó desde arriba y a nuestras espaldas. Un viejo aeroplano que llevaba pintada la esvástica en las alas y en la cola se inclinaba por encima de nosotros y hacia la pista de aterrizaje.
– No me jodas –exclamé– Agáchate. Que no nos vean.
La avioneta se inclinó hacia donde avanzaba el coche e hizo varias piruetas persiguiéndolo. Una serie de pequeñas explosiones se sucedieron a ambos lados del vehículo, que se dirigía hacia el pequeño terraplén del final de la pista, no muy lejos de donde nos ocultábamos. Sonaban tan reales como si fueran disparos de ametralladora.
De repente, el sonido de aquellos petardos creció en intensidad y varias cargas estallaron junto a nosotros. Pepe y yo salimos corriendo desde nuestro escondite hacia el medio de la pista, mientras el coche llegaba hasta el final y, sostenido por una especie de tope, quedó inclinado hacia la zanja.
En ese momento, oímos un grito de asombro a lo lejos, seguido de un «cut» y un «fuck» proveniente del hombre con gorra que estaba junto a la cámara. Instantes después, un coche de producción, de entre los aparcados junto a la torre de control, arrancó y enfiló el morro hacia nosotros.
En ese momento, Harrison Ford salió del coche, que seguía medio inclinado en la zanja. Cuando nos vio allí parados, soltó un reniego.
– Who are you? What a fuck are you doing here?
Pues así es como conocí a Indiana Jones.