Pensaba ayer, a mediodía, lo mal que deben estar los chicos de ETA: siguen ahí, tocando las narices, pero nadie les hace puñetero caso.
Sí, es cierto que aún pueden hacer mucho daño, que lograron que las playas de la Costa del Sol se vaciaran durante unas horas, porque ellos se empeñan en que la gente no tome el sol a esas horas, no vaya a ser que una de sus bombas les ahorre pillar un cáncer de piel.
Pero ayer a mediodía, este país no estaba pendiente de ellos. Miraba la tele.
Nosotros estábamos en casa de unos amigos, a punto de comer, y aplazábamos el sentarnos a la mesa.
Mirábamos el partido de tenis de Rafa Nadal , a punto de ganar la medalla de oro en unos Juegos Olímpicos. Claro que, frente a él, otro tenista, un joven chileno, hacía lo posible para que no se la llevara y se defendía también a raquetazo limpio.
Cuando por fin Nadal dio el último golpe del partido y se tiró al suelo, en ese gesto tan habitual suyo, una especie de «por fin he ganado, ya puedo descansar», salió de nuestra boca un «¡¡Bien!! ¡¡Muy bien tío!!»
Ha sido un año maravilloso para este chaval el mallorquín de 22 años: ha ganado Roland Garros (por cuarta vez) y Wimbledon, acaba de lograr ascender a número 1 de la ATP (Asociación de Tenistas Profesionales) y se lleva el oro olímpico.
Claro que sí, hombre: «¡¡Bien!! ¡¡Muy bien!! ¡¡Te lo mereces!!»
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