Por aquellas cosas del destino, el otro día me encontré con Juan Carlos Ortega frente a mi casa.
Bueno, en realidad, estaba saludando a una vecina en la calle, cuando ésta me dejó casi con la palabra en la boca, se dirigió hacia un coche que, justo en ese momento, aparcó frente a nosotros, y empezó a repartir besos a unos niños que bajaron del vehículo, y a los ocupantes adultos.
Uno de ellos, un tipo cercanoa los 40 con aspecto de no haber dormido mucho, era el humorista.
No entiendo mucho del humor de Ortega. Pero eso es normal: hay gente a la que no le gusta nada y otra, en cambio, a las que le chifla.
Aparenta una seriedad que su ironía desmiente. Y explica historietas que, a mi entender, son como el desarrollo de un chiste de Forges.
Él afirmaba, con respecto a su programa La noche americana, en la cadena Cuatro: «La filosofía del espacio es muy difícil de definir. El propio Ortega confiesa: «No haré humor surrealista, ni humor trasgresor, ni muchísimo menos humor inteligente.»
Un ejemplo de su estilo, pillado del diario El País, en agosto pasado. Era sobre Germán, un hombre muy enamorado de su mujer, que llevaba más de 30 años casado con Encarna, a la que cada mañana le escribía un poema. Ella, pese a la repetición, emocionaba mucho encontrarlos y así se mantenía enamorada. A Germán le parecía estupendo, pero se sentía muy culpable, porque… los poemas no eran suyos, sino copiados.
Ortega finalizaba el relato así: «Un día Germán no pudo más. Decidió que iba a soltarle la verdad a su amada Encarna porque, en realidad, su mujer no podía estar enamorada de él, sino de los poetas que él había plagiado en los últimos años. Así que la mañana siguiente, Germán se levantó media hora antes que su esposa. La esperó en la cocina, fumando nervioso, y cuando ella entró para prepararse un café, él la miró avergonzadísimo y le dijo: Encarna de mi vida, tengo que confesarte algo. Con la cara aún hinchada por el sueño, ella quiso saber que pasaba. Y Germán se lo dijo: Yo no sé escribir. Soy un fraude, cariño. Soy una estafa. Perdóname. Encarna estuvo en silencio 30 segundos, respiró profundamente, miró a su marido y le dijo algo que ninguno de los dos olvidará jamás: Germán de mi vida, también he de confesarte algo. Yo no sé leer.