Hace tiempo que mantengo una amistosa relación con ese actorazo llamado José María Pou, por quien siento una admiración que tiene mucho de profesional, pero que incluye un componente personal muy importante.
Me pasa solo con algunas de las personas que he entrevistado en mi vida y que, por diversos motivos, siguen ligados a mi trabajo periodístico de una forma indirecta.
Pou es uno de ellos. Hablé con él por primera vez hace 25 años, cuando regresó a Catalunya. Fue la primera entrevista larga que le dedicaba la prensa catalana después de 20 años de trabajo en Madrid.
Este sábado fuimos a verle en la obra Llama un inspector, un clásico de J.B. Priestley, escrita en 1945, que -creo- no se había representado nunca en catalán.
En castellano, en cambio, se ha visto en España desde 1952 hasta hace tres o cuatro años, con José Luis Pellicena, Concha Cuetos y Paco Valladares en el reparto, pasando por uno de aquellos magníficos Estudio 1 de TVE que a muchos niños nos descubrieron el mundo del teatro, en 1973, con Ana Mariscal, Narciso Ibáñez Menta y Manuel Galiana, en el elenco.
La obra está ambientada a inicios del siglo XX, cuando una adinerada familia británica celebra el compromiso de su hija con otro rico heredero de la alta sociedad. En mitad de la cena, se presenta un inspector de policía que les anuncia el suicidio de una pobre chica en el cual todos ellos están involucrados de una u otra forma.
Sobre la pieza, podéis leer más cosas en la Wikipedia, por ejemplo.
El Teatro Goya de Barcelona estaba este sábado abarrotado. No quedaban entradas y el público disfrutó de lo lindo con una pieza que es una compleja y perfecta obra de relojería, cuyas piezas van encajando una a una hasta configurar un retrato descarnado de los poderosos y de su relación con los humildes. No han cambiado demasiado las cosas en un siglo, y Pou ha sabido sacar petróleo de una estructura que podría parecer añeja, pero que sabe a actualidad.
En su personaje de inspector, Pou parece un hombre cansado cuando aparece en escena… es el cansancio de quien está acostumbrado a las injusticias sociales por parte de los ricos, pero que no se resigna a sacarles los colores, a echarles en cara -sin pasarse, porque en ello le va el puesto de funcionario público- las desgracias que ellos mismos provocan por activa o por pasiva. La platea les despide, a él y a sus compañeros, cada día con un largo y unánime aplauso. Se lo merecen.