Hace un par de meses, en una semana de vacaciones, estuve recorriendo una zona del macizo central de Francia tan poco conocida como preciosa, que los expertos en turismo francés denominan, con gran acierto, «el corazón verde».
Es una región poco habitada, nevada a menudo en invierno, pero perfecta para los paseos al aire libre en la primavera y el verano.
Allí, en plena Auvernia, el departamento del Cantal alberga una de las maravillas construidas por Gustave Eiffel, de quien el sábado, día 15, se cumplieron 175 años de su nacimiento.
Se trata del semioculto viaducto de Garabit, un puente de hierro que sigue causando admiración.
A pocos kilómetros de la ciudad medieval de Saint-Flour, a unos 500 kilómertos de Barcelona, se encuentran las gargantas del río Truyère, un afluente del río Lot. Si retrocedemos a finales del siglo XIX, este accidente geográfico era un obstáculo casi insuperable para unir comercialmente el sur y el centro de Francia. Un joven y malogrado ingeniero de la región, Léon Boyer (1851 – 1886) tuvo la idea original de unir las dos llanuras a gran altura, sin descender hasta la orilla, que era una solución mucho más cara.
Pero Boyer se había inspirado, a su vez, en el recién construido viaducto de Maria Pia (1877), sobre el río Duero, en Porto (Portugal). Era un puente construido también por la casa Eiffel, concebido por un socio de éste, Théophile Seyrig. Con una longitud de 563 metros, un arco de 160 metros y una altura sobre el agua de 61,20 metros. El de Garabit le superaría y durante años fue el más grande del mundo: 564,69 metros de largo, un arco de 165 metros y una altura sobre el agua de 122 metros.
El cercano viaducto de Millau, obra de Norman Foster, considerado ahora el más alto del mundo, tiene 270 metros de altura y 2.460 metros de longitud. Por él pasan miles de vehículos cada día. Por Garabit ya sólo pasa un tren, y muy despacito, a causa de las vibraciones.
Eran otros tiempos…
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