Hoy, 23 de abril, es Sant Jordi, día del libro (en todo el mundo) y de la rosa en Catalunya. También es considerado el día de los enamorados. Por eso os quiero regalar un cuento, ‘Ciao amore’. Se trata de un relato corto que escribí como primer ejercicio de un taller de escritura creativa al que he estado acudiendo durante los últimos meses, en el Centro Cívico Casa Golferichs. Lo ha impartido Débora Castillo (1963), escritora barcelonesa que tiene una novela tan divertida como el título que ostenta: ‘Poco bebo para lo mucho que tengo que tragar‘.
Este primer relato debía surgir a partir de un par de palabras escogidas al azar y facilitada por alguno de mis compañeros de taller, que en su mayoría eran mujeres. Quizás por este motivo, los dos términos que me tocaron en suerte fueron ‘pintalabios’ y ‘espejo’. Y el texto que desarrollé a partir de ellos es el siguiente.
Ciao amore
Allí estaba yo, en el despacho, con aquel sobre que me acababa de entregar el conserje de la oficina y que me estaba angustiando.
Con un nudo en el estómago, la llamé por teléfono. Primero, comunicaba. Luego, después de un momento en que parecía que iba a responder, saltó aquella locución que siempre me ponía de los nervios: «El terminal está apagado o fuera de cobertura».
Me levanté de la silla, cogí la chaqueta y me la puse con premura. Metí el móvil en el bolsillo izquierdo y palpé las llaves del coche y las de casa en el derecho. Mascullé un «ahora vuelvo» en dirección mis dos compañeros de departamento, que alzaron la vista sin más.
Bajé rápido por las escaleras, haciendo caso omiso de las puertas abiertas del ascensor, parado en la cuarta planta del edificio. Abrí la puerta situada junto a la conserjería, la que da acceso al párking comunitario donde se nos permite aparcar a los trabajadores de la oficina por un precio relativamente módico.
Arranqué el viejo Ford Fiesta heredado de mi padre y enfilé la avenida en dirección a mi domicilio. Los veinte minutos de conducción, con demasiados semáforos en el camino, se me hicieron eternos.
Aparqué frente al bloque de apartamentos donde estaba nuestra casa. Abrí el portal y subí rápidamente hasta la segunda planta: «Hola, amor. ¿Dónde estás? Te he llamado…», dije en voz alta, mientras giraba la llave en la cerradura.
Pero nadie contestó. En aquel pequeño apartamento, con un espacio diáfano formado por una cocina americana y el salón, reinaba el silencio. Todo estaba muy ordenado, demasiado. Me dirigí hacia el dormitorio, la única habitación del pisito, con el baño adosado.
Abrí suavemente la puerta, entornada. La cama estaba hecha, con las sábanas alisadas, perfectas. El armario, situado a mi derecha, tenía una puerta, la de sus cosas, entreabierta. Miré dentro, con aprensión. Se había llevado toda su ropa.
En el cuerpo central, el espejo me devolvió mi imagen, emborronada por una frase escrita con el mismo rojo del papel que había recibido: «Lo siento, pero lo nuestro se acabó».
Abrí del todo la puerta del armario y allí, en el estante de mis braguitas, estaba mi pintalabios favorito. El que ella me había regalado por mi cumpleaños.
Que bonito y que bien escrito, me ha gustado mucho
Muchas gracias, Laia!