Nacida en El Prat de Llobregat, cosecha de 1963, y afincada en Frankfurt desde 1991, Rosa Ribas es una de esas escritoras catalanas que escribe en castellano y que, a la chita callando, se ha labrado una trayectoria novelística en la que destaca una tetralogía policiaca ambientada en Alemania y una trilogía donde lo policial, lo periodístico y lo social cristalizan en la Barcelona de los años 50. Los temas de la identidad y la emigración están presentes en toda su obra. También es columnista en ‘El Periódico de Catalunya’. Esta entrevista, en formato reducido, la he publicado recientemente en el diario digital Catalunya Plural. Ese texto más corto es el que he mantenido en la versión catalana de esta misma entrada.
¿Qué le hizo emigrar a Alemania?
Yo había estudiado Hispánicas en la Central de la Universitat de Barcelona
y estaba trabajando en institutos, dando clases, que es lo que generalmente
hacen los filólogos, a la espera de obtener plaza fija. Me surgió la
oportunidad de ir a Alemania gracias a una chica alemana que había hecho un
Erasmus aquí y se volvía a su país. Y yo quería ver mundo antes de sacar las
oposiciones y ser profesora de instituto, porque me entró un agobio al pensar
que toda mi vida ya estaba trazada. Fue algo claustrofóbico. Como me interesaba
la cultura alemana, pensé que estaba bien ir a Berlín, estar un año, aprender
el idioma y su cultura, y después ya veríamos, antes de meterme en la jaula…
Al menos tenía un contacto para no ir perdida.
Sí, tenía esa amiga, Eva, que también era filóloga, una
hispanista que habla un español excelente. Pues resulta que un día me dice que
sus padres tenían en Kassel, una ciudad de provincias en el centro de Alemania,
una pequeña editorial especializada en teatro barroco español, la más
prestigiosa en la obra de Calderón de la Barca. Y me invitó a acompañarla. Allí
me presentó a su hermano, Klaus, que vivía en Frankfurt, y ya llevo 27 años con
él.
¡Amor a primera vista!
Absolutamente. Pero, claro, es que es una familia de
hispanófilos total. Mi suegro, Kurt, que murió hace 10 años, era un gran
conocedor de la obra de Calderón, había editado los autos sacramentales
completos y publican ediciones críticas. Ahora es Eva quien lleva la editorial
de mis suegros, junto con su marido, que es español. Y ambos tienen un tercer
hermano, que vive en Bilbao, está casado con una vasca y habla euskera
perfectamente.
¡Impresionante!
Nunca pensé que iba a caer en medio de esta familia alemana,
absolutamente apasionada de la cultura hispánica y de nuestra época barroca.
Cuando Klaus me presentó a sus padres, creo que mi suegro debió pensar «a
esta nos la quedamos». Así, cuando iba a Kassel, tenía una pila de textos
para corregir, porque él escribía un español maravilloso, pero le gustaba que
le diera una última revisión. Y mi suegra, que ahora ya es muy mayor y está en
una residencia, es una experta en las ediciones de Lope de Vega.
¿Y una editorial así puede sobrevivir?
Llevan más de 30 años en el sector y tienen más de 500
títulos publicados. Exportan mucho a España, a Latinoamérica, a universidades
de EEUU, y hacen ediciones pensadas para bibliotecas, de tapa dura y cosido,
porque son unos libros que van a ser muy usados, muy manejados. Son muy buenas
ediciones.
¿Cómo empezó a escribir novela?
A mi suegro, que era renano,
más carnavalero y barroco que mi suegra (más prusiana), le agradaba
contar historias mientras comíamos. Un día nos explicó un descubrimiento que
había hecho: un cuadro, que está en El Prado, cuya historia es fascinante [se
refiere a ‘Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes’]. Le dije si
podía usarla y de ahí salió ‘El pintor de Flandes’ (2006), una novela histórica
que fue mi primer libro publicado, aunque yo había escrito otro, que no se
editará nunca, porque es malísimo, aunque fue muy terapéutico…
Explíquese…
Sí. La escribí mientras trabajaba en el departamento de
Románicas de la Universidad de Heilbronn, que era muy pequeñito. Llevaba 10
años viendo a la misma gente y, a veces, conoces a individuos de esos de los
que piensas en qué bien si se cayera por unas escaleras… Bueno, mejor que no;
mejor que escribas una novela policiaca en la que un profesor que viene de
visita de Barcelona se carga al tipo ese y tal… Y así, medio en coña, empecé
a escribir esa historia, que era muy mala, pero que a mí me sirvió para
recordarme que lo que yo había querido ser siempre era ser escritora.
¿Pero usted ya había escrito antes?
Siempre había escrito, pero nunca me había atrevido a
publicar nada ni a enseñar nada. Terminé esa policiaca y vi que era capaz de
escribir una historia de 300 páginas. Pero de esa gran montaña de papeles, que
no publiqué, nacería la comisaria Cornelia Weber-Tejedor. Como el protagonista
era un profesor español que estaba en Frankfurt, necesitaba un personaje
binacional, que hablara los dos idiomas. Y así nació Cornelia como personaje
secundario, hasta que, más tarde, empecé a escribir novela policiaca.
¿Cómo fue recibido ‘El pintor de Flandes’?
Yo era una autora desconocida, con lo que tuvo una recepción
limitada, pero me abrió las puertas. Me publicaron muy rápido, porque la
editorial tenía un hueco en el catálogo, y curiosamente, a posteriori, es la
novela mía con más ediciones: desde el 2006, ha salido en tapa dura, en
bolsillo, en Planeta, en Random House y cinco ediciones de quiosco, porque me
la compraron El País y El Periódico… Es una campeona.
En esa novela también existen luchas políticas intestinas.
Era el paradigma de la lucha entre la vieja política y la
nueva: la del conde de Olivares, más tradicional, la de la corrupción y el mangoneo,
frente a la del conde de Villamediana, más moderna. Bueno, esta es mi
interpretación de los personajes. Este último, que pertenecía a la familia
Tassis, que dominaba el correo en toda Europa, era el que manejaba y tenía la
información, sabía todo lo que pasaba y jugaba esa baza. En el fondo, es como
ahora: quien tiene la información, tiene el control. Como pasa en internet:
saber cosas de la gente, vale más que su dinero. Mira el comisario Villarejo…
Bueno… saca a la luz muchos trapos sucios, pero no pasa nada, no dimite nadie…
Sí, parece como si estuviéramos cauterizados: ya no nos
choca nada, no nos afecta nada…
¿Cómo se definiría usted como escritora?
Yo soy autora de trama. Me gusta que pasen cosas. Me gusta
la novela con historia. Una trama necesita una estructura, saber a dónde va,
una curva dramática, llegar al lector, engancharle con lo más elemental de la
narración, que es un qué pasó. Me gustan los finales fuertes, personajes
potentes, aunque sean despreciables, como el Tom Ripley de Patricia Highsmith.
¿Cómo pasó del género histórico al policiaco?
De hecho, aquella mi primera novela fallida ya era
policiaca.
Sí, sí, perdone. Me refiero a ‘Entre dos aguas’ (2007), claro.
Esta segunda novela policiaca mía nació de una imagen. Yo
iba en el autobús y vi algo, como un cuerpo, flotando en el Meno, el río que
cruza Frankfurt. Fue entonces cuando imaginé esa parte de la historia y hasta
el nombre de ese personaje asesinado: se llamaría Marcelino Soto, un español
que emigró a Alemania en los años 60. Y pensé las dos preguntas que sirven para
iniciar una novela policiaca: quién lo mató y por qué.
El tema de la emigración, que a usted tanto le tira…
Es que me interesa mucho el tema de la identidad. Yo he
trabajado en la Universidad con muchos chicos hijos de emigrantes. En Frankfurt
somos extranjeros un tercio de la población. Y se dan las mezclas más curiosas
que se pueden encontrar. Fue entonces cuando, de pronto, pensé en retomar a
aquella comisaria hispano-alemana de segunda generación y que investiga quién
mató a un emigrante de los que hicieron el proceso de la emigración dura, la de
quienes viajaron en los trenes borregueros de la época y que nunca se han
planteado la cuestión de si son españoles. Son los hijos de estos últimos, los
que ya nacieron allí, quienes se mueven entre dos culturas. Son muy
interesantes. Y aunque no quieran, se ven enfrentados a la pregunta de quién
eres. Cómo se posicionan, a veces entre hermanos, uno más alemán y otro más
griego, turco o italiano, por ejemplo. Yo no me había cuestionado ni preocupado
de todo esto hasta llegar a Alemania. Y lo volqué en esta novela en el
personaje de Cornelia. Esta, al principio, se presenta a sí misma como policía
alemana, pero poco a poco se le revuelve su interior y no puede negar que le
afecta también la parte española, la que representa su madre.
Pues ya lleva cuatro historias con el personaje…
En realidad sólo quería escribir una novela. Pero me enamoro
de los personajes y pensé que tenía que acompañarla un poco más.
¿Habrá alguna aventura más de la inspectora?
De las novelas que no están hechas, nunca hablo. No, no, no.
¿Pero habrá más casos?
Ah, sí, sí. Voy a escribir más, pero no de momento. Escribir
de Cornelia me gusta mucho, porque es como volver a casa. Tomas a este
personaje, con el que llevas cuatro novelas, conoces a su familia, a todos sus
amigos; conoces su barrio… Pero, por otro lado, se me van ocurriendo otras
muchas cosas. Y como las novelas de Cornelia ya las sé hacer, prefiero escribir
algo nuevo.
¿Quién se parecería más a usted: la inspectora Weber-Tejedor o la periodista Ana Martí?[el personaje protagonista de su trilogía ambientada en los años 50]
En realidad, yo sería más ‘La detective miope’.
¿Lo dice por su miopía?
Y por muchas cosas más. A veces me dicen que tengo cosas de
Cornelia, de Ana, de Beatriz… En realidad, todos los personajes tienen algo
de ti. Pero, si me preguntan al que más quiero, es a esa loca, Irene Ricart, la
protagonista de ‘La detective miope’: es la que más se parece a mí. Pero, en
efecto, tengo 25 dioptrías en cada ojo. Me operaron y llevo unas lentes
intraoculares. Pero no deja de crecer, aunque sea despacito.
Hábleme de esa novela, que pronto será adaptada al cine.
Es una novela que escribí con una alegría como nunca he
escrito nada antes. Salió de mis cuadernos, de cosas que siempre apunto: un
reportaje sobre una granja de arañas en Arizona; otro sobre el origen del vals
vienés como música nacional hawaiana… Quedé fascinada, sobre todo por unas
viejas fotos de príncipes y princesas maorís, con sus ropas maravillosas, sus
trajes tipo Sissi, sus bandas, sus tirantes, sus faldas. Todo ello estaba en mi
libreta. Y no recuerdo el momento exacto, quizá el día en que fui al oculista y
me dijo que tenía otra dioptría más, cuando se me ocurrió la historia de una
detective privada cuyo marido, mosso d’esquadra, e hija de 10 años han sido
asesinados.
Una historia de venganza, pues…
Me gustan mucho las historias de venganza. Encontré, además,
una voz en primera persona, que no había utilizado otras veces, y la trama
salió sola. Tenía mi planificación, claro, pero todo fue saliendo de forma muy
fluida. Tenía los casos y cómo los resuelve. Y había leído algo sobre la
hipótesis de los seis grados de
separación…
¿Alguna anécdota en especial?
Una muy divertida. En la historia, puse un caso que se
desarrolla en El Prat y en el que sale mi hermana como una mujer que pasea a su
perro. Pues cuando se publicó el libro, mi hermana me dijo que no sabía la que
había liado. Hay un personaje que piensa que es el fruto de un supuesto lío
entre su madre y un hombre negro, y los vecinos estaban dándole vueltas y
buscando si me refería a un empleado del
Banco de Sabadell o al de La Caixa, cuando era todo inventado.
En todo caso, parece una policiaca atípica.
Tienes todos los elementos de una novela negra, pero lo
importante ella, su proceso, su locura, su miopía metafórica. Yo diría que es
una tragicomedia melancólica, con personajes muy disparatados y, al mismo
tiempo, muy humanos y tristes. Son personajes que viven sus obsesiones que, si
te los miras de cerca, son muy raritos, unos frikis.
Me recuerda las historias de los hermanos Cohen.
Sí, sí, es muy ‘Fargo’, una película maravillosa, con momentos
de gran brutalidad y sordidez, pero también es muy divertida. Me gustan ese
tipo de historias. Por eso te decía que esta es mi novela favorita, con todos
sus defectos.
Hábleme de su colaboración con Sabine Hoffman en la trilogía de Ana Martí.
Yo ya había escrito un par de ‘Cornelias’ cuando entre
varios hicimos un librito-homenaje a una amiga muy querida que dejaba de la
universidad, una profesora auxiliar a la que no se le renovó el contrato
después de 15 o 20 años dando clase. Cada uno escribía lo que quería: poemas;
relatos, ensayos… Yo estaba entonces dando un seminario sobre la gramática de
Antonio de Nebrija junto con Sabine Hoffman, una filóloga doctorada en francés
y español, y decidimos escribirle un relato de ficción a cuatro manos. Un cuento
de unas 20 páginas en el que nos divertimos mucho y que nos llevó a pensar en
hacer algo juntas con más empaque. Yo llevaba mucho tiempo con ganas de
escribir una novela donde la filología, el conocimiento, la lengua y la
literatura estuvieran en primer plano, y se lo comenté a Sabine. Queríamos que
el protagonista fuera una mujer y fuimos ajustando el periodo hasta llegar a
los años 50, que me parecía la época más interesante, la de los silencios, la
de la juventud de mis padres. Y en la España de Congreso Eucarístico
Internacional, que tuvo lugar en Barcelona en 1952, cuando se hizo una limpieza
de pobres y delincuentes que fueron a la cárcel para que no se viera la miseria
de la ciudad. Iba a ser solo una novela y con Sabine, que no había escrito aún
ninguna, compartimos todo el proceso de aprendizaje. Nos documentamos e hicimos
juntas el esquema, que era mucho más embrollado que mis obras anteriores. Cada
una iba a escribir en su idioma, algo que deja muchos costurones en una novela.
Así que decidimos que habría muchos personajes con una perspectiva propia. Y
los capítulos nos los repartimos de forma que cada una tenía un paquete de
personajes.
¿Cuáles, cada una?
Eso no lo decimos nunca [sonríe]. Teníamos cada una nuestros personajes y comentábamos: esto que está pasando, ¿qué personaje está en la mejor posición para contarlo? Pues esto, mejor que lo cuente Ana, y esto otro, Beatriz, y aquello, el inspector Castro… Así podía pasar que yo escribiera tres capítulos seguidos y luego fuera Sabine. Buscábamos fotos: a ver, qué pinta puede tener Castro. Mirábamos imágenes hasta que encontrábamos al personaje. Por deformación profesional, casi todas las fotos eran de escritores, que no saben que su alter ego era el poli facha [ríe]. Mira: esta es nuestra Ana Martí [y Ribas muestra una foto en su móvil]. Físicamente sería como mi tía Anna a los 18 años. Era guapísima, y ahora sigue siéndolo con 65 años. Y así fuimos trabajando. Cada tantos capítulos, nos los enviábamos. La una los leía, revisaba, corregía y se lo devolvía a la otra. ¡¡Y me pillaba unos rebotes!! La parte teórica es más fácil, pero la parte de escritura es muy personal y discutíamos. Pero al final llegábamos a un consenso.
¿Y el acabado final, el estilo?
Una vez redactado el manuscrito completo, yo traduje todos
los capítulos al castellano y Sabine, al alemán. No sé si sabes que la mirada del traductor es
la más hipercrítica, la más inclemente. Lo ven todo. Leen la novela globalmente
y luego, frase a frase. Los textos de Sabine pasaban ya no por mi mirada de
escritora, sino de traductora. Y al revés. Finalmente, después de la edición y
traducción, tuvimos una última s fase de pulido, que era donde eliminábamos el
rastro de la otra: Sabine no existía como escritora en castellano y ella era la
responsable única de la versión alemana, donde tenía que poner un poco más de
información muy sutil para que un alemán pudiera entender cosas de aquella
época. Una vez hecho esto, mandamos el libro a nuestro agente. Hubiera sido muy
poético que se hubiera editado a la vez en España y Alemania, pero ahí es donde
ves cómo funciona la industria editorial en un país y el otro. Siruela compró
la obra en castellano y, como les gustó mucho, incluso adelantó su fecha de
salida. En alemán lo adquirió Rowohlt, que dijo que la publicaría en año y
medio, porque sus catálogos y programas ya estaban hechos.
Deben ser ustedes un caso único…
Sí. Somos las únicas que trabajamos a cuatro manos en dos
idiomas. Y la única en novela policiaca, que es muy estructurada.
Curiosamente, después de hacer debutar a Ana Martí como periodista de La Vanguardia, en ‘El gran frío’ se la lleva al Maestrazgo, para escribir un reportaje sobre una niña con estigmas para ‘El Caso’.
‘Don de lenguas’ funcionó muy bien y rápidamente se planteó
hacer una trilogía, y la editorial nos animó a hacerlo. No quisimos repetir la
fórmula y nos llevamos a Ana fuera de Barcelona y la dejamos sola en un pueblo
perdido de Castellón. Mis abuelos son de allí, así que me lo conozco bien. La
metes en un caso totalmente diferente y la usas como única voz narradora, salvo
los incisos de un chico, algo así como el tonto del pueblo, que tiene un
discurso muy limitado, pero que es el que te está contando lo que realmente
pasa en el lugar. Ese era el desafío. Y también cambiamos de técnica, porque la
novela anterior nos llevó tres años y medio.
Yo la veo casi como una novela de terror, en un lugar aislado por la nieve, como pasaba en la película ‘El resplandor’ de Kubrick.
Sí. Y me gustó mucho hacerlo. Las escenas donde ella está
sola en esa casa, en ese pueblo del que no puede salir, procedían de otra
novela que al final no escribí. La idea del pueblo aislado es el terror,
directamente. Estás encerrado y no puedes salir. Y eres la forastera, a la que
todos miran, la que igual va a romper la fea paz que tienen, en ese pueblo de
estructura medieval, donde sigue existiendo cierto feudalismo… En la tercera
volvimos a cambiar de estilo, con Ana y Castro como voces y Beatriz que pone el
bajo melancólico, el que dice es la última, nos estamos despidiendo. Y un
epilogo para cerrar. Las tres novelas son diferentes.
¿Tuvo menos éxito la segunda que la primera?
Con perspectiva, para mí la segunda es la mejor,
literariamente. Y si nos fiamos de la recepción, de los comentarios críticos,
es la más intensa, la mejor de las tres, la más oscura, la más dura y terrible.
La primera sorprendió mucho, por las dos mujeres, por la filología. Fue la
introducción. La segunda es la mejor novela, la que tiene más críticas
positivas. Y ‘Azul marino’, la tercera, es quizá la que tienen un trabajo más
denso estructuralmente y es la más melancólica. Recibió menos atención. En una
serie vas teniendo una pérdida de lectores.
¿Se han acabado las aventuras de Ana Martí?
Sí. Es que dijimos siempre que era una trilogía. En la
primera era una joven a la que habíamos hecho periodista y no la íbamos a dejar
así. Tenía mucho recorrido y lo que importaba era su evolución. La novatilla
que tiene su gran oportunidad en ‘La Vanguardia’. Como ha sido tan buena, la
echan, se va a ‘El Caso’ y la endosas el reportaje más feo y duro. Y en la
tercera es una periodista más experimentada y también un poco desilusionada,
porque ha tocado techo. Por eso en el epílogo final dejamos al lector con la
idea de qué va a ser de ellas. Ana sería ahora una señora de más de 80 años.
¿Quizá escritora?
Puede que sí. Cuando hice la promoción de esta novela, un
periodista que me entrevistó me dijo algo muy bonito: que se imaginaba a Ana
Martí pronunciando el pregón de la Mercè. Y pensé: mira, Ana Martí está viva.
Cuando te dicen algo así, te la imaginas. Pero, claro, es dejar al lector que
se haga su película, se las imagine y piense en las vidas de los personajes.
También he de decir que escribir a cuatro manos es muy cansado. Es mucho más
trabajo.
¿Que diría Ana Martí de lo que pasa ahora en la prensa?
Quien ha tenido un recorrido como el suyo, seguro que
escribiría otra vez. Sería una instancia moral, una voz respetada que dice lo
que ve.
¿Esta Ana Martí sería unionista, federalista, independentista?
Ana Martí es demasiado inteligente: es federalista.
En ‘Pensión Leonardo’ cambió de nuevo de época.
Si, a los años 60. Mi idea era retomar historias familiares.
Mis abuelos tuvieron una pensión en El Prat, aunque yo no la llegué a ver, que
era punto de llegada de muchos emigrantes que llegaban para trabajar en La
Seda, en la Papelera. Era una pensión solo de hombres. Y debajo estaba la
taberna. Siempre me ha interesado el tema del desarraigado, que se mueve en una
cultura ajena. Es un contínuum en todas mis novelas. Y a través de la niña
protagonista descubrimos cómo era la España de esa época. Es una de mis novelas
favoritas.
¿Ya ha acabado alguna novela más?
Es una historia familiar, de las que me gustan, en la que
también he incluido una trama policial, pero esta vez en segundo plano. No
habrá muertos, pero sí misterios y secretos. Acabo de entregarla a la
editorial.
¿Cómo ve el momento actual, con el creciente voto a la ultraderecha, como en Andalucía?
Cuando veo como está el patio, me acuerdo de un artículo de Juan Goytisolo de hace muchos años, en El País [‘¡Quién te ha visto y quién te ve!’], en el que hablaba sobre nuestra desmemoria. Hemos sido un pueblo de emigrantes, y durante los pocos años que fuimos ricos, y éramos los que decidíamos, nos volvimos tan asquerosos como los nuevos ricos. Goytisolo hablaba de El Ejido, de la xenofobia y el racismo. Después de un tiempo en que eso parecía olvidado, hemos vuelto a ser asquerosos e insolidarios. Y eso se hace cultivando y regando el miedo de la gente a perder las cosas, a pensar que te lo van a quitar todo, cuando olvidan lo que ha significado para muchos lo que ha sido la emigración, que la gente no se va de sus países ni por gusto ni por joder a nadie. Se van porque están muy mal.
Como quienes emigraron a Alemania…
Nosotros ya hemos pasado esto. Quién no tiene un pariente
que tuvo que emigrar a Alemania, a Francia, a Suiza… Parece que no aprendemos.
Y esto lo ves incluso en los emigrantes de primera generación. En la primera
novela de Cornelia, hay un momento en el que la madre, que es una emigrante,
que las ha pasado putas, llega a decir “y esta gente, ¿a qué ha venido aquí?”
Viene a decir eso de “no cabemos más”, “no son como nosotros”. Somos así de
brutos y muy fáciles de sugestionar por el miedo. De ahí el auge de la
ultraderecha. Alemania es el país de Europa que más emigración recibe y que
necesita gente que vaya allí a trabajar y también porque su población autóctona
está envejeciendo. Pues, pese a ello, se oye eso de “nos van a quitar el
trabajo”. Pero si les necesitamos… Y lo más triste es que donde más racismo hay
es en los estados con menos emigración, como Sajonia, donde había un porcentaje
muy bajo de emigrantes. Es un miedo creado artificialmente a base de que “todos son delincuentes” o
“maltratan a sus mujeres”. En Alemania, en efecto, también hay violencia
doméstica, pero la mayoría de los agresores son alemanes; el machismo está en todas las clases
sociales. Pero es el discurso que criminaliza a los emigrantes y que está
ganando adeptos cada día que pasa. Esa gente es muy crédula, muy cateta…
porque, en el fondo, es un problema de falta de cultura. Si a eso le sumas la
crisis económica y la desinformación, y la gente cae de patitas.
¿Y la situación actual en Catalunya?
Me apena mucho. Cuando pasó todo, pensé que peor no podía ir y que ahora la gente entraría en razón. Pero ya ves. Hay tantos errores, uno detrás de otro, y por todas las partes, y todo es tan visceral e irracional que llega hasta niveles de lo absurdo. Y cuando vives fuera piensas que todo es tan insignificante, tan micromundo… es un tema del que allí casi ni se habla ni se ve.