Desde mediados de mayo, los aficionados al cine pueden encontrar en las librerías, y en castellano, ‘A propósito de nada’, la autobiografía de Woody Allen. Seguramente, hay pocos cinéfilos que no la hayan leído y disfrutado ya, y pocos colegas que no hayan hecho su crítica, con la palabra “polémicas” incrustada en casi todos los titulares que he visto.
Pues bien: aquí NO voy a referirme al TEMA del que todo el mundo ha hablado o escrito, sus relaciones con Mia Farrow. No me da la gana.
Estas memorias son tan amplias (y dispersas), abarcan tantas parcelas de la vida y carrera del pequeño cómico judío, que resulta difícil realizar un comentario poco extenso. Seguro que mis amigos de Nosolocine escribirán sobre el libro en algún momento, porque sé que les ha gustado tanto como a mi. Hay tal la infinidad de datos, personajes y anécdotas (no dejen de leer lo que explica sobre Diane Keaton, ‘Annie Hall’ y los premios Oscar), que resulta casi inabarcable.
Por esa razón, me quiero centrar en algo muy cinéfilo, algo que muchas veces nos intriga y que los periodistas solemos preguntar a los cineastas cuando les entrevistamos: qué directores y películas les han influido a ellos a la hora de ponerse detrás de la cámara.
Así, en los primeros capítulos del libro hay una página en la que Woody Allen cita los filmes que ha visto y los que no, los que le gustan y los que no. Y lo que escribe no deja de sorprenderme…
“No he visto ‘¡Armas al hombro!’ ni ‘El circo’, de Chaplin; tampoco ‘El navegante’, de Buster Keaton. Jamás he visto ninguna de las versiones de ‘Ha nacido una estrella’ (…), ni ‘¡Qué verde era mi valle!’, ‘Cumbres borrascosas’, ‘Margarita Gautier’, ‘La dama de las camelias’, ‘Ben-Hur’, ‘El secreto de vivir’, ‘Caballero sin espada’, ni muchas otras”, asegura el realizador. Y añade: “No es mi intención menospreciar ninguna de esas obras, sino poner de manifiesto mi ignorancia y el hecho de que llevar gafas no convierte a nadie en una persona especialmente culta, ni mucho menos en un intelectual”.
Y de la misma manera, también dice haber visto “una buena cantidad de películas” y bastantes filmes extranjeros, aunque sigue creyendo que su gusto “os sorprendería”. Por ejemplo: “Prefiero Chaplin a Keaton. Eso no encaja con las preferencias de la mayoría de los críticos y estudiantes de cine, pero a mí Chaplin me parece más gracioso, aunque Keaton era mejor director”. Y para él, Chaplin es más gracioso que Harold Lloyd: “Este ejecutaba grandes gags visuales de forma brillante, pero nunca consiguió entusiasmarme”.
No se considera un fan del famoso Lenny Bruce ni tampoco le gustaba en exceso Katharine Hepburn: “Estaba estupenda en ‘Larga jornada hacia la noche’ y en ‘De repente, el último verano’, pero muchas veces me resultaba demasiado artificial. Cuando se veía en apuros siempre recurría al llanto. En cambio, adoraba a Irene Dunne y a Jean Arthur. Spencer Tracy siempre me parecía muy creíble, salvo en ‘La impetuosa’”, con Hepburn, precisamente.
Y Allen añade poco después: “Me limito a señalar unos pocos productos culturales icónicos que sorprendentemente no representaron tanto para mí como para el público en general. Como ‘Con faldas y a lo loco’ o ‘La fiera de mi niña’, que no me hicieron gracia. Tampoco me gusta ‘¡Qué bello es vivir!’ Francamente, me encantaría estrangular a ese cursi ángel de la guarda. Jamás pude creerme ‘Tú y yo’. Adoraba a Hitchcock, pero no hay manera de que pueda ver ‘Vértigo’. Estoy loco por Lubitsch, pero ‘Ser o no ser’ no me parece nada divertida. Sin embargo, ‘Un ladrón en la alcoba’ me parece una maravilla, un huevo de Fabergé”.
El cineasta confiesa que le encantan los musicales, pero no le gusta ‘Un americano en París’. “Nunca me reí con Eddie Bracken, Laurel & Hardy ni con, Dios no lo permita, Red Skelton. Por supuesto que los hermanos Marx y W. C. Fields son lo mejor de lo mejor (…). ‘El gran dictador’ y ‘Monsieur Verdoux’ no me parecen ni remotamente graciosas. Desde luego que ver a Chaplin pateando ese globo terráqueo por el aire no me parece de ninguna manera un ejemplo de genialidad cómica. Pero a quién le importa lo que yo piense: todo es cuestión de gustos”.
Hay quien se llevará las manos a la cabeza, pero yo entiendo a Woody Allen: a todos no nos gusta lo mismo. Muchas veces, los críticos nos esforzamos por animar a la gente a ver ciertas películas que nos entusiasman, pero a las el público apenas va a ver. En cambio, tendemos a destrozar aquellas que suman éxitos de taquilla, como ocurre con las de Santiago Segura. Recuerde el lector, que la crítica (cinematográfica, teatral, literaria) es un género de opinión con elementos informativos.
No quiero acabar este artículo sin referirme a una reflexión que hace Woody Allen sobre el hecho de rodar, de dirigir, elogiando siempre a sus colaboradores, que –asegura– salvaron más de una vez alguna de sus películas: “Cuando miro a través de la cámara, sé si estoy viendo lo que había previsto. Si no, corrijo algo (…) Si el personaje que estoy filmando camina en dirección a algún sitio, lo seguimos con la cámara, ya que tiene ruedas. Pongo a un sustituto en mi lugar y, cuando el iluminador termina de preparar los focos, ya estamos listos para rodar. Le digo al sustituto que se vaya a tomar una cerveza y me pongo en su lugar. Interpreto la escena que he escrito y la digo como quiero oírla. La cámara rueda y yo grito: «Bien, ¿lo tenemos?». Si no estoy contento con algo, lo repito”, escribe.
Lo que dice parece de sentido común. Parece sencillo de hacer, pero este señor bajito y con gafas ha rodado medio centenar de películas. Alguna es floja, pero ninguna se puede considerar un fracaso en taquilla y entre ellas hay un puñado de obras maestras. ¿Qué más se le puede pedir?
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