Fragmento del cartel de la película ‘En compañía de lobos’, de Neil Jordan.

El día de Sant Jordi os regalé aquí el relato corto ‘Ciao amore‘, fruto del primer ejercicio de un taller de escritura creativa al que acudí el último trimestre del 2022 y el primero del 2023. Fue en el Centro Cívico Casa Golferichs y lo impartía la escritora Débora Castillo (1963). Hoy os regalo un segundo relato, mientras doy vueltas a la posibilidad de algo mucho más difícil: escribir una novela.

El segundo ejercicio planteado por la profesora era darle la vuelta a un cuento clásico, como ‘Caperucita Roja‘, y efectuar un ‘plagio creativo’, o sea, «coger una historia y desgranar su argumento principal, analizar las funciones de cada personaje» y, a partir de ahí, construir nuestro propio relato. Y así es como decidí transformar a la niña del cuento en un espía.

Mark Rylance, en ‘El puente de los espías’.

Planos, trenes y tiros

La gran jefa estaba sentada en su despacho cuando Lluís Roig entró casi corriendo. Alto, cuarentón, más bien desgarbado y serio, se paró a dos palmos del enorme escritorio y exclamó con cierto aire marcial.
– ¿Me ha hecho llamar, señora Mombeltrán?
– Sí, Roig. Siéntese usted.
Roig se sentó en la butaca, intentando adivinar qué querría Roser Mombeltrán, cuyo rostro quedaba a contraluz. Apenas eran las 10 de la mañana, pero el sol entraba con fuerza en la estancia gracias al gran ventanal situado detrás de la directora ejecutiva. Era una mujer robusta, de pelo cortísimo y blanco, más cerca de los 60 que de los 50.
Mombeltrán se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa. Cruzó los dedos de las manos en un gesto monacal.
– Tienes que llevar los planos de lo que tú ya sabes a nuestro delegado en Madrid, el señor Grandes. Es muy importante. No debes perderlos de vista. El futuro de la empresa depende de ello. Aquí los tienes.
Mombeltrán le entregó un sobre en blanco de tamaño folio. El interior aparecía ligeramente abultado por aquellos planos que podían salvarles de la ruina.
– Sí, señora. Ahora mismo salgo para allí.
– Coge el tren más rápido. No te entretengas y recuerda, Lluís: no los pierdas de vista.

***

Roig se despidió de su jefa. Bajó a la segunda planta, pasó por entre las mesas de sus compañeros y entró en su despacho, un espacio pequeño al final de la oficina. Le habían ascendido a agente de primera clase hacía pocas semanas y, como tal, disponía de unas dependencias propias, incluido un ordenador de última generación. También le habían entregado un teléfono móvil y una tarjeta de crédito donde cargar los gastos, siempre con la obligación de justificar hasta el último céntimo.
Roig recogió su maletín, metió el sobre dentro e introdujo una combinación en la cerradura. Se puso la chaqueta, que estaba colgada en un perchero, detrás de la puerta. Extrajo su billetera y comprobó sus tarjetas de crédito. La personal y la de empresa. También miró que hubiera algún billete. Dos de 20 euros y tres de 10. Bien. Era suficiente. Últimamente, no solía llevar dinero en efectivo. ¿Para qué, si desde la pandemia todo el mundo pagaba con tarjeta? Pero siempre había algún pequeño local que se rebelaba contra las altas comisiones bancarias que les aplicaban por el uso de datáfonos y exigían el cobro en metálico.

***

Salió del despacho mientras sus compañeros apenas levantaron la vista de sus respectivos ordenadores. En una esquina, cerca de la salida, le hizo un leve gesto con la cabeza a Carla Salvador. Era la última incorporación del departamento y a Roig le gustaba aquella chica de cuerpo atlético, piernas largas, pelo corto y nariz respingona. Habían comenzado a hablar de fútbol, porque ella jugaba como defensa en el club femenino de la ciudad. Era un equipo de aficionadas, pero de entre sus jugadoras habían salido algunos fichajes que ahora eran profesionales en el FC Barcelona.
Detectó un leve movimiento por el rabillo del ojo y le dio la sensación de que alguien le miraba y hacía una llamada telefónica. Pero al girar la cabeza, no vio nada extraño. Salió por la puerta y, en lugar de tomar el ascensor, bajó con rapidez por las escaleras, sin ver una sombra que le observaba desde arriba.

***

Al llegar a la calle, alzó la mano para llamar la atención de un taxi.
– A la estación de Sants, por favor –dijo, una vez sentado en el vehículo.
Cuando el taxista detuvo el vehículo, el taxímetro marcaba 12,50€.
En el interior de la estación Roig se acercó a las taquillas de Renfe para adquirir un billete del AVE.
– Un billete a Madrid en el próximo tren, por favor.
– ¿Básico o Premium? ¿Ida y vuelta? –preguntó la empleada, una joven con gafas de pasta de color fosforito.
– No sé. Ida y vuelta, pero con la vuelta abierta. –dijo Roig.
– Pues entonces, Premium. Son 172,45€, por favor –indicó la chica–. Su tren sale a las 11.30h y tiene su llegada a Madrid-Atocha a las 14.42 horas.

***

Roig se sentó en la amplia sala de espera de los viajeros del AVE. Un hombre que leía ‘La Vanguardia’ le miró desde su derecha, dos asientos más allá. Era un tipo de mediana edad, algo rechoncho, con barba y unas entradas que parecían indicar una incipiente calvicie, disimulada gracias a una gorra gris. Usaba gafas de concha y tenía el aspecto de un profesor despistado.

– ¿A Madrid? –le preguntó el hombre.
– Sí, claro. En el próximo AVE. ¿Y usted?
– Yo también. Pero viajo con la competencia, que es más barata.
– ¿Ah, sí? ¿Se refiere a OuiGo?
– En efecto. Un 30% más barata y más rápida.
– No me diga –exclamó Roig en tono incrédulo.
El hombre miró un momento a las pantallas que indicaban las salidas y entradas de trenes y, con gran rapidez, se levantó y se despidió de Roig.
– Si llego antes que usted, me debe un café –bromeó.
– De acuerdo, ¿señor…? –preguntó a su vez.
– Llop. Josep Maria Llop. ¿Y usted?
– Lluís Roig.
– Muy bien, Lluís. Nos veremos en Madrid –dijo Llop al tiempo que se alejaba hacia su andén.

***

Tres horas más tarde, Roig llegó a la estación de Atocha y se dirigió al despacho de Antonio Grandes, el delegado de su empresa en Madrid. Era una oficina pequeña y, por no tener, no tenía ni secretaria. Llamó a la puerta acristalada y una sombra se levantó y se acercó a abrirla.
– ¿Señor Grandes? –preguntó.
– En efecto. ¿Y usted es? –respondió el otro, un hombre de mediana edad, algo rellenito y calva incipiente.
A Roig le recordaba a alguien, pero no lograba situarlo.
– Lluís Roig, de la central de Barcelona –se presentó, al tiempo que ofreció su mano derecha, que el otro estrechó–. Le traigo los planos de la máquina. Es muy importante que siga las instrucciones que ya le debe haber comunicado la señora Mombeltrán.
– Naturalmente, Lluís. No se preocupe. Deme el sobre y marche tranquilo.
Roig puso la combinación, abrió su maletín, sacó el sobre y se lo entregó a Grandes.
– Pues muchas gracias, Lluís. Hasta su próxima visita a Madrid.
Tras un nuevo apretón de manos, Roig salió del despacho. Tenía hambre y pensaba en comer en una tasca cercana donde había visto un cartel con un menú muy apetitoso.

***

Apenas hubo salido a la calle, Roig tuvo como un destello repentino. Grandes no tenía barba ni usaba gafas, pero se parecía a aquel tipo de la estación llamado Llop.
Roig giró en redondo, subió las escaleras de tres en tres y abrió la puerta del despacho de golpe. Grandes había desaparecido.

Un gemido apagado le llegó de detrás del desgastado sofá que había en un extremo. Allí, en el suelo, maniatado y con la boca tapada por un trapo, yacía un hombrecillo rechoncho y calvo. Un bigotito algo ridículo asomaba por encima de la mordaza. Estaba herido y sus ojos, aterrorizados, parecían querer avisarle de algo.

Roig alcanzó a quitarle la venda de la boca, pero antes de poder preguntarle nada sintió un golpe en la nuca.

Cuando despertó, notó que alguien le pasaba un pañuelo húmedo por la cara. Abrió los ojos y vio a su compañera Carla. Llevaba una pistola en la mano.
Giró la cabeza y, allí, en el suelo, con un disparo en la frente, estaba el tal Llop con el que había entablado conversación en la estación de Sants. Y sentado, con otro pañuelo en la mano, estaba el hombrecillo del bigote.
– Lluís, te presento a Grandes. Al muerto ya le conoces, ¿no?