Mientras trabajaba en su huerto, el otro día le explicaba a mi padre el sueño de tener una casa de turismo rural.
Tiempo atrás, una compañera había dejado todo y se había ido al Priorat. Con mucho esfuerzo y trabajo, ahora logra sobrevivir. Sus habitaciones son correctas, los baños, limpios, y el desayuno, adecuado. Todo ello, con unos precios correctos, nada desorbitados.
Le explicaba la idea a mi padre y la posibilidad de construir un invernadero de diseño, a base de cristal y acero, y alojar allí mismo a los turistas, en contacto con el aire fresco de la montaña y la hierba recién regada. Por la noche podrían mirar al cielo a través de un techo de vidrio y por la mañana, una rebanada de pan con aceite y un trozo de fuet. Y por todo ello cobraría a lo grande.
Sería el negocio perfecto.
Mi padre me miró de soslayo: «Oye, que tú no eres Fina Puigdeval»