Vivo en Barcelona desde hace más de 30 años. En todo este tiempo he sufrido algunos percances con los ladrones. El mayor, el robo de mi moto, delante de mi casa, hace año y medio. Pero no había tenido ocasión de sufrir, en la carne de un familiar muy próximo, la acción de los carteristas.
Ya no hablo del metro, donde en una ocasión, junto a mi esposa, evitamos que desplumaran a una pareja de argentinos.
Ni del autobús o centros comerciales, como el nuevo de Las Arenas, donde también alejamos a un chorizo del bolso de unos japoneses con niños.
Tampoco hablo de la plaza de Catalunya, las Rambles o de zonas con grandes aglomeraciones urbanas.
No, no. En esta ocasión fue en una zona tranquila del Eixample, al lado de mi casa, a las 6 de la tarde, un día tranquilo, sin gente por la calle.
Hace unos años le ocurrió a un vecino, cuando salía de La Caixa. El truco típico de echarle unas gotitas de agua con un espray y la frase «tiene usted una mancha de cagada de paloma en la cabeza… ya le limpio yo, no se preocupe». Y en efecto, el elemento le limpió los ahorros que llevaba en el bolsillo. Limpiamente. Mi vecino incluso le dio las gracias por su ayuda. No se dio cuenta hasta que fue a pagar el pan, un ratito después.
Con mi familiar no usaron ni truco. Iba con varias bolsas para reciclar y un bolso tipo mochila a la espalda. Medio centenar de metros después de salir de casa, una vecina le dijo: «Le acaban de robar, señora. Eran tres. Uno de ellos, una niña con unos pantalones de color rosa».
Mi familiar echó a correr instintivamente hacia… ¿Hacia dónde? ¿Y quiénes? Sólo había notado una sombra, como una presencia. Instintivamente se había escorado hacia la pared y luego hacia los coches aparcados junto a la acera. Pero no se dio cuenta de nada. Hasta que rebuscó en su mochila: la cremallera central estaba abierta y faltaba el monedero.
La cartera de piel no estaba. Ni el dinero para pagar el dentista, hacia cuya consulta se dirigía, ni el carnet de identidad, el de conducir, las tarjetas del banco, las fotos de los hijos…
Renegó, llamó a la enfermera del odontólogo para decir que llegaría unos minutos tarde y me llamó por teléfono.
Más tarde fuimos a comisaría a denunciar el robo. Tres horas de espera después y ante unos cuantos turistas desplumados empecé a comprender la existencia de tantas webs que advierten de la presencia de carteristas en Barcelona y por qué una ciudad tan bonita como esta tiene tan mala fama entre los ciudadanos que nos visitan.
Lástima. No son delitos violentos. Incluso puedes asombrarte de la habilidad de esta gente para hurgar en tus calzoncillos sin que te enteres.
Pero causan una gran intranquilidad.
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