Como siempre ocurre en un circuito organizado, hay que levantarse temprano, muy temprano. Visitar lugares lejanos y quedarse en la cama hasta las tantas es una ecuación difícilmente solucionable. Eso nos pasaba el lunes, 14 de julio de 2008, de eso hace diez años. Y estábamos en Tortuguero, en Costa Rica.
El día había amanecido espléndido. Excelente, porque iba a ser una de las jornadas más largas del circuito. El sol empezaba a despuntar entre los árboles y la primera excursión consistía en ir a ver animalitos por los canales del parque nacional.
Ya en los canales
El piloto, un chaval con cierta retirada al tenista Rafa Nadal, con la gorra calada hacia atrás, conduce nuestra barca con suavidad. El agua, negra a causa de la mucha materia orgánica en descomposición, es como un espejo.
Pronto vemos varias clases de monos –aulladores, de cara blanca, perezosos–, un tipo de ave que seca su plumaje encima de un tronco seco y unas tortugas de mediano tamaño que se nos acercan atraídas por unas migas de pan que Ethel, nuestra guía, lanza al agua.
Otra ave, similar a un martín pescador, se posa en una rama cercana y observa la escena. No le interesan las migas, sino el revoltillo de pececillos que se acercan para tragar aquellos trocitos que dejan las tortugas. Y ya se sabe que a río de revuelto, ganancia de pescadores: el pájaro de marras lanza su pico hacia el agua y atrapa a un pececillo tras otro.
Uno de los momentos más chocantes del recorrido es cuando nos acercamos al embarcadero de la entidad canadiense Organización para la Educación sobre el Trópico y la Conservación de la Selva (COTERC): Ethel hace que la barca se sitúe bajo el techado de madera de la entrada y nos muestra un grupito de murciélagos pegados a las tablas, semidormidos en apariencia. El temblequeo de sus cuerpos indica que no están muy tranquilos con nuestra presencia.
Botas de agua
Al cabo de un par de horas, el sol empieza a apretar con fuerza y volvemos a la base. Son sólo las 11 de la mañana y dentro de una horita está previsto un paseo por el interior de la selva que rodea nuestro hotel.
Justo a mediodía, nuestro pequeño subgrupo está a punto y se dispone a ponerse las botas de goma precisas para caminar por el bosque. ¡Sorpresa! No hay suficientes. Ethel comenta que “ahorita mismo” llegan los integrantes de otro grupo y que habrá botas para todos.
En efecto, enseguida aparecen éstos, con barro por encima de las botas. La guía les sugiere que pasen por donde está ella, pertrechada con una manguera, para limpiarlas un poco y que nos las podamos calzar.
Todo el mundo lo hace, menos un tipo que parece Chanquete (sí, el personaje de ‘Verano azul’), pero en plan zoquete malhumorado. Cuando se le afea la conducta, responde que su guía también las ha dejado embarradas. Un gilipollas, vamos.
Paseo por el barro
Bueno, a lo que íbamos. Teníamos una excursión pendiente por el bosque, pero parte de nuestro grupo, que había efectuado una excursión optativa (tirarse en tirolina desde los árboles), aún no ha vuelto. Al cabo de media hora, el cielo se ha cubierto y caen algunas gotas. Ethel empieza a impacientarse y a enfadarse.
Para hacer tiempo, nos habla de algunas especies y árboles, allí mismo, en el jardín del hotel. La guía no deja de mirar el reloj y, al cabo de una hora de retraso, decide iniciar la caminata con los que somos, una docena escasa. El sendero está hecho un asco y la lluvia empieza a caer con más fuerza pero, curiosamente, bajo los árboles se oyen caer las gotas de agua, pero apenas se notan.
Al cabo de unos minutos, aún en los primeros metros del recorrido, vemos llegar la barca con el resto del grupo. Ethel corre hacia ellos, les indica el camino a seguir y vuelve a encabezarnos. Avanzamos con dificultad entre enormes árboles por un camino que bordea el canal en algunos tramos, con alguna que otras caída de culo en el agua marronosa.
La guía va explicando en qué consiste la flora y fauna del lugar y, en un momento dado, se agacha y toma muy suavemente entre sus manos una preciosa ranita de color rojo. Previamente se ha lavado las manos con fango, porque el repelente contra insectos que lleva –y que todos usamos mañana y tarde— podría matar al animalito.
Cuando acabamos el itinerario, Ethel pregunta si alguno de nosotros se apunta, después de comer, a otra excursión facultativa, a un cerro desde el que se dominan los canales de Tortuguero y al que hay que llegar primero en barca y luego de una hora de ascensión. Algunos nos miramos, fijamos la vista en el camino y en nuestras botas. «¿El camino es como éste?», preguntamos. Como la respuesta es afirmativa, optamos por hacer una bien merecida siesta, a la espera de la excursión estrella: ver a las tortugas desovando en la playa durante la noche.
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