Canales de Tortuguero.

El despertador sonó a las 5 de la mañana, pero no importaba: habíamos descansado ocho horitas de un tirón. Era el domingo, 13 de julio de 2008, y empezábamos a no saber en qué día vivíamos. Pero eran nuestras vacaciones, el viaje más largo que habíamos hecho nunca y nos las merecíamos.

Tras la ducha, el desayuno. En la oferta apareció el típico desayuno ‘tico’ (costarricense) , que incluía el llamado ‘gallopinto’ (arroz con frijolitos negros), un plato del que huimos como la peste, porque comer esa bomba energética matinal podía ser sinónimo de no pasar por un retrete en todo el circuito. La dieta más racional en estos viajes pasa por no hacer excesos y consumir fruta siempre que se pueda (y mejor pelada, para evitar problemas). Hay quien se vuelve loco con los bufets libres y acaba con unos cuantos kilos (y colesterol) de más.

Las cabañas del Turtle Beach Lodge.

A las 6 de la mañana ya es de día y todo el mundo estaba a la espera de ser distribuido en varios autobuses con destino a Tortuguero, un parque nacional lleno de canales situado al norte de la costa caribeña de Costa Rica, que era la primera parada del tour. El reparto se hacía en función del hotel de destino, que en nuestro caso era el Turtle Beach Lodge . Habíamos contratado uno de clase turista, pero quien habían pagado la superior iban a otro hotel y en otro autocar.

Ray, uno de nuestros guías

Los guías

Al nuestro se suben dos guías. Uno se llama Ray, tiene un aire a lo Capitán Tan intelectual, sin salacot y con barba y bigote de tres días. La otra se llama Ethel y tiene rasgos indígenas. Él se presenta como naturalista de carrera, no para de hablar y parece el jefe. Ella se muestra más silenciosa y parece una empleada, aunque demuestra similares conocimientos que el hombre.

Posteriormente informan que cada uno de ellos tendrá a su cargo un subgrupo de unas 20 o 25 personas cada uno. Salimos de San José y Ray, micrófono en mano, cuenta todo lo explicable sobre naturaleza, fauna y flora del país. Como pasamos por el Parque Nacional Braulio Carrillo, no hay ni un pájaro o animal subido a una rama que Ray deje de señalar, mostrar o detallar.

Paradas técnicas

Dado que la llegada a Tortuguero está prevista para las 2 o las 3 de la tarde, con comida incluida, al cabo de unas tres horas de ruta, hacia las 9 de la mañana, hacemos una parada técnica en un restaurante de carretera donde nos hacen volver a desayunar. Es un punto que servirá de encuentro también para la ruta de regreso del parque natural.

No tiene nada especial, pero la comida es correcta y cuenta con un pequeño mariposario en su interior. Este tipo de paradas técnicas suelen servir para que conductores y guías coman gratis mientras el pasaje come y paga, o compra alguna tontería en la correspondiente tienda de recuerdos.

Escarabajo gigante y una parada de venta de fruta.

Plataneros y otros bichos

Al poco tiempo de reanudar la marcha, el autobús deja el asfalto y se adentra en un camino de tierra, flanqueado de plantas bananeras y algunas factorías dedicadas a su recolección. La pista está llena de baches, que ya no dejaremos hasta llegar a nuestro destino, y atraviesa algunos pueblos, con casas pequeñas y pobres, enrejadas, pero abiertas de par en par, con algunas personas en su interior, tumbadas en hamacas. Abundan las gallinas, que corretean por los jardines.

Al pasar frente una casa, el guía ordena frenar al chófer y nos señala un árbol, lleno de escarabajos gigantes . Al lado hay un niño parado. Ray le hace señas de que se acerque y el crío, con un ejemplar en sus manos, sube al vehículo y nos muestra el animal, entre muestras de sorpresa y admiración. El bicho no hace nada; sólo mueve levemente sus patas en la mano derecha del niño; en la izquierda va recibiendo algunas monedas y caramelos de los viajeros.

Embarcadero de Caño Blanco.

Caño Blanco

Al cabo llegamos al puerto de Caño Blanco, un lugar escondido en la desembocadura del río Reventazón, desde donde zarpan las barcas con destino a Tortuguero. Es un dédalo de canales de agua dulce que se alargan durante kilómetros y kilómetros.

Nos distribuyen en tres barcas de lo más rústico y una tercera se hace cargo de las maletas, que previamente hemos ido pasando al barquero en cadena. Éste es un joven negro, que arranca antes que nosotros.

El joven barquero de las maletas.

Poco después nos lo encontramos en el canal. Ha comenzado a lloviznar y el chico ha parado con la intención de tapar el equipaje. Pero resulta que el gran plástico con el que suele tapar las maletas ha quedado abajo del todo. Intenta moverlas una a una para sacarlo cuando llega nuestra guía, Ethel, que tras unos momentos de duda le dice que mejor que arranque y que llegue al hotel lo antes posible.

Gracias a los dioses, la lluvia es débil e intermitente, porque la excursión fluvial se alarga varias horas y las maletas no parecen hechas para flotar. Vamos navegando por canales estrechos y cruzándonos con otras barcas, hasta desembocar en un río más amplio, con casas diseminadas en las orillas y ganado que pasta en algunos prados. Pero pronto estas orillas se llena de una espesa vegetación que impide ver más allá. Parece imposible adentrarse en su interior.

Tortuguero

Calle del pueblo de Tortuguero.

Al cabo de un buen rato llegamos al pueblo de Tortuguero. Nos desembarcan en el punto de información, en una punta de la larga lengua de arena que es la localidad. Ha empezado a llover con más fuerza y nos colocamos los chubasqueros para pasear por la única calle del pueblo, una especie de senda embarrada con algún que otro tablón para eludir el fango y con casas a ambos lados a lo largo de un kilómetro.

De tanto en tanto, aparece un almacén a modo de supermercado, un bareto, una tienda de recuerdos o un jardincillo con esculturas de hierro en forma de animales que rompe la monotonía. Un rasta en bicicleta nos sobrepasa con el saludo típico del país («¡pura vida!») y que me hace pensar en Jonás, el guapo indígena de la novela homónima de José María Mendiluce, que hemos traído en el equipaje.

El vendedor de cocos.

Cuando llegamos a la playa vemos a un tipo con sombrero y aspecto indolente que vende cocos en un chiringuito. Seguimos adelante, porque hemos quedado en la otra punta de Tortuguero, en otro embarcadero, donde nuestras barcazas nos recogerán para continuar viaje hacia el hotel.

Suponemos que los guías han optado por efectuar la excursión al pueblo, incluida en el circuito y prevista para otro momento, antes de la comida y evitarse un ir y venir continuo con las motoras. De hecho, cuando volvemos a subir a los barcas, aún nos falta más de media hora para llegar al hotel por canales que se van estrechando a medida que llegamos a nuestro destino.

El Turtle Beach Lodge

Cartel anunciador de la entrada al canal del hotel.

Un cartel redondeado, colgado de la rama de un árbol, indica el camino al hotel. Cuando atracamos en el muelle del complejo, observamos que todo son casitas de madera, unos pequeños bungalós situados entre los canales y el mar.

Dejamos los equipajes en el que dormiremos y vemos que las ventanas son simples bastidores de madera con telas mosquiteras, sin otra protección. Hace tanto bochorno que quizá es la única forma de combatir el calor y la humedad, pero la ausencia de cristales nos inquieta un poco.

Entre la comida y la cena, con un bufet casi idéntico, con ensaladas muy limitadas y donde se repiten el arroz, los frijoles, el pollo, paseamos por una larga playa que se asoma a un embravecido Mar Caribe. La imagen que ofrece se aleja de las idílicas postales que venden las agencias de viaje (sol, arena dorada y suaves olas).

Aquí, las grandes olas, una fuerte resaca y unas nubes amenazadoras sobre nuestras cabezas no invitan para nada a bañarse. Además, los guías han explicado que la fauna marina de la zona no hace aconsejable el baño y el aviso surte su efecto. Casi nadie se baña, aunque algún valiente lo hace y asegura que el agua está calentita. Nosotros esperaremos a bañarnos en el Pacífico.

El Caribe

La playa situada junto al Turtle Beach Lodge.

Pensándolo bien, quizá sí haya algo en la playa que recuerde las famosas postales: la espesa vegetación, sobre todo palmeras y cocos, se acerca hasta la arena y deja unos pocos metros hasta el agua para poder pasear por una arena oscura, llena de troncos secos que el mar ha arrojado a la costa. Los gritos de unos monos aulladores nos recuerdan que estamos en plena selva. Esta noche los oiremos saltar a pocos metros de nuestra habitación.

La amplitud y belleza de los jardines que rodean los edificios centrales hacen que seamos cautos con los insectos. Por eso aquí os dejamos un consejo si vais a viajar a este tipo de destinos: antes de salir a cenar, nosotros rociábamos con un aerosol el interior de la habitación y dejábamos instalado un enchufe anti-mosquitos.

Al volver, antes de dar la luz, entrábamos con rapidez y luego la encendíamos. Poníamos algo en el suelo, taponando la rendija de separación entre la puerta y el suelo. Así teníamos asegurado en buen porcentaje la ausencia de picaduras nocturnas. A nosotros nos sirvió. Hubo gente acribillada a la mañana siguiente.