Ignoro si en otras partes de España tienen alguna tradición especial asociada a la Navidad.
Me acuerdo, de pequeño, del Olentzero, en el País Vasco.
Y desde que vivo en Catalunya, me sigue resultando curiosa, rara si se quiere, la del Tió, un tronco al que los niños pegan con un palo y le hacen cagar regalitos y golosinas.

Esto de «cagar» es también curioso y nada escatológico, como se demuestra en la irónica figura del caganer (cagón, en castellano), esa figurilla del pesebre pillada en tan cómica posición.
Mi amigo Josep Maria (¡gracias!) me ha enviado este enlace del Etnocat en el que se detalla su origen, aunque en la Wikipedia lo explican también muy bien.
En su página dicen, entre otras cosas:

«El Tió no era, en principio, otra cosa que un tronco que ardía en el hogar y que, al arder, daba bienes tan preciosos como el calor y la luz, y que, de forma simbólica, ofrecía presentes a los de la casa: golosinas, barquillos, turrones
A partir de esa forma primitiva el Tió evoluciona: es un tronco elegido por los niños que se convierte mágicamente en un ser al que se ha de alimentar, vive unos días en la cocina de la casa, da sus regalos en Navidad y después se quema.
Pronto, esa característica de animal fantástico se refuerza al añadir al tronco unas patas, una cara y una lengua. Así encontramos el Tió tal como lo conocemos ahora.
Hay que diferenciar esta tradición de otras costumbres y personajes navideños, porque el Tió no ha sido nunca una máquina de hacer regalos.»

Y, en efecto, los niños de mi familia sólo reciben un detallito en este día.
Los regalos llegan en la víspera del día de Reyes, que también tiene su propia tradición, diferente de la moderna, comercial e invasiva de Papá Noel o Santa Claus.