Durante un tiempo, en el diario El Periódico, donde estuve trabajando más de tres décadas, pude escribir también de viajes. Este reportaje sobre Noruega, en concreto, ocupó una página entera de agosto de 2006. Visto ahora, me parece que el texto fue muy pequeño para el esfuerzo (también económico) que me supuso: lo escribí durante las vacaciones y no durante mis jornadas laborales.
Lo titulamos ‘Noruega, la ruta de los fiordos’, con un antetítulo muy descriptivo: ‘Una maravilla de la naturaleza’. Es la página que veis más abajo, cuyo texto he transcrito para una mejor lectura.
Noruega es sinónimo de fiordos, esa maravilla de la naturaleza en forma de enormes montañas de mil y pico metros de altura bañadas por lenguas de mar que se adentran tierra adentro a lo largo de decenas de kilómetros. Por ello, no es extraño que el viajero que llega a este maravilloso y acogedor país salga pitando hacia el oeste, para recorrer esa recortada costa de afilados salientes.
Lo habitual es llegar en avión al aeropuerto de Gardermoen, a unos 50 kilómetros de la capital, Oslo, y allí alquilar un coche. Una posibilidad, nada desdeñable, es ir directamente en avión a Bergen, la capital de los fiordos, para ahorrarse los 500 kilómetros de distancia… y las más de 10 horas de conducción: la mayoría de las carreteras nacionales tienen como límite de velocidad los 80 kilómetros por hora; se ha de conducir con mucha precaución y paciencia. El transporte público es bueno, aunque no barato, y los trenes son de carácter radial.
Bergen es la segunda gran ciudad noruega. Es muy agradable y su centro histórico se recorre en unas horas. Un buen inicio es pasear por el abarrotado mercado del pescado, en el puerto, en varios de cuyos puestos se habla también español y hasta catalán. Justo al lado está el barrio hanseatático, con sus coloridas casas de madera. Un funicular permite acceder cómodamente al monte Floyen, con panorámica de toda la ciudad.
Una ruta habitual por los fiordos de esta zona, con Alesund y Andalnes como ciudades más al norte, pasaría por Voss (con un lago encantador), Flam (cuyo famoso tren no es para tanto) y Vik, que alberga una de las iglesias de madera más antigua del país. Un poco más al norte, encajado en un valle precioso, está Brikdalsbreen, uno de los brazos del glaciar Jostedalsbreen, el mayor de Europa.
Atravesando mediante ferrys las numerosas lenguas de agua que el viajero se encuentra en el camino, se llega al más famoso fiordo: el de Geiranger. No es el más bonito, pero sí el más estrecho e impactante, ya que alguna de las montañas que lo bordean superan los mil y pico metros.
Se puede abandonar este fiordo por la famosa carretera de los Trolls, endiablada y con unas curvas vertiginosas que llevan hasta Andalnes, o bien en un ferry que puede dejarnos en Hellesylt. Desde aquí se puede llegar a Oye, donde se puede encontrar desde uno de los hoteles históricos más famosos y caros hasta algún que otro encantador bed & breakfast. El regreso hacia Oslo (450 kilómetros) se suele realizar por Lillehamer y Hamar.
Si se va en coche, hay que pagar un pequeño peaje para entrar en la ciudad. Lo mejor es aparcar y pasear, según me aconsejó Jaume Arisa, un catalán de Moià que estaba al frente de la conserjería del céntrico Hotel Clarion Royal Christiania. También se puede comprar un pase (25 euros el de un día) que permite viajar en todo tipo de transporte y entrar gratis a todos los museos.
A la hora de visitar Oslo, hay varios lugares imprescindibles: el parque Vigeland, lleno de esculturas al aire libre; el Ayuntamiento, donde se entregan los Nobel; el paseo de Karl Johans Gate; los cinco museos de la península de Bydgoy y la Galería Nacional (gratuita). Lo más actual es la zona de Akkerbrygge, junto al puerto, llena de animación y turistas; el barrio de Grünerlokka, lleno de tiendas y bares de moda; y el área de Gronland, con pequeños restaurantes de cocinas de todo el mundo.
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