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Las detectives de Rosa Ribas

Rosa Ribas, junto al cine Aribau, en abril de 2019 (foto de Txerra Cirbián).

Se acerca Sant Jordi, fiesta grande en Catalunya, día de los enamorados en esta comunidad. Aquí todo el mundo se regala libros y rosas, y especialmente las parejas. Y aunque también es el Día Mundial del Libro y de los Derechos de Autor, lo mejor que podemos hacer es leer cada día. Hoy me apetece hablaros de Rosa Ribas, a quien sigo puntualmente y a quien entrevisté en 2019.

Aquella vez lo hice para el Catalunya Plural pero podéis recuperar el encuentro y la conversación íntegra aquí mismo, en este blog. Nacida en El Prat de Llobregat en 1963, la escritora estuvo viviendo en Alemania durante casi 30 años, hasta su regreso a Barcelona el pasado mes de julio. Y es en Frankfurt donde se desarrollan las cuatro novelas policiacas de uno de sus personajes más conocidos, la comisaria Cornelia Weber-Tejedor. Pero lo suyo son las periodistas y las detectives, mujeres interesantes con potentes historias familiares detrás. Os lo cuento ahora.

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Entrevista con Rosa Ribas

Nacida en El Prat de Llobregat, cosecha de 1963, y afincada en Frankfurt desde 1991, Rosa Ribas es una de esas escritoras catalanas que escribe en castellano y que, a la chita callando, se ha labrado una trayectoria novelística en la que destaca una tetralogía policiaca ambientada en Alemania y una trilogía donde lo policial, lo periodístico y lo social cristalizan en la Barcelona de los años 50. Los temas de la identidad y la emigración están presentes en toda su obra. También es columnista en ‘El Periódico de Catalunya’. Esta entrevista, en formato reducido, la he publicado recientemente en el diario digital Catalunya Plural. Ese texto más corto es el que he mantenido en la versión catalana de esta misma entrada.

¿Qué le hizo emigrar a Alemania?

Yo había estudiado Hispánicas  en la Central de la Universitat de Barcelona y estaba trabajando en institutos, dando clases, que es lo que generalmente hacen los filólogos, a la espera de obtener plaza fija. Me surgió la oportunidad de ir a Alemania gracias a una chica alemana que había hecho un Erasmus aquí y se volvía a su país. Y yo quería ver mundo antes de sacar las oposiciones y ser profesora de instituto, porque me entró un agobio al pensar que toda mi vida ya estaba trazada. Fue algo claustrofóbico. Como me interesaba la cultura alemana, pensé que estaba bien ir a Berlín, estar un año, aprender el idioma y su cultura, y después ya veríamos, antes de meterme en la jaula…

Al menos tenía un contacto para no ir perdida.

Sí, tenía esa amiga, Eva, que también era filóloga, una hispanista que habla un español excelente. Pues resulta que un día me dice que sus padres tenían en Kassel, una ciudad de provincias en el centro de Alemania, una pequeña editorial especializada en teatro barroco español, la más prestigiosa en la obra de Calderón de la Barca. Y me invitó a acompañarla. Allí me presentó a su hermano, Klaus, que vivía en Frankfurt, y ya llevo 27 años con él.

¡Amor a primera vista!

Absolutamente. Pero, claro, es que es una familia de hispanófilos total. Mi suegro, Kurt, que murió hace 10 años, era un gran conocedor de la obra de Calderón, había editado los autos sacramentales completos y publican ediciones críticas. Ahora es Eva quien lleva la editorial de mis suegros, junto con su marido, que es español. Y ambos tienen un tercer hermano, que vive en Bilbao, está casado con una vasca y habla euskera perfectamente.

¡Impresionante!

Nunca pensé que iba a caer en medio de esta familia alemana, absolutamente apasionada de la cultura hispánica y de nuestra época barroca. Cuando Klaus me presentó a sus padres, creo que mi suegro debió pensar «a esta nos la quedamos». Así, cuando iba a Kassel, tenía una pila de textos para corregir, porque él escribía un español maravilloso, pero le gustaba que le diera una última revisión. Y mi suegra, que ahora ya es muy mayor y está en una residencia, es una experta en las ediciones de Lope de Vega.

¿Y una editorial así puede sobrevivir?

Llevan más de 30 años en el sector y tienen más de 500 títulos publicados. Exportan mucho a España, a Latinoamérica, a universidades de EEUU, y hacen ediciones pensadas para bibliotecas, de tapa dura y cosido, porque son unos libros que van a ser muy usados, muy manejados. Son muy buenas ediciones.

¿Cómo empezó a escribir novela?

A mi suegro, que era renano,  más carnavalero y barroco que mi suegra (más prusiana), le agradaba contar historias mientras comíamos. Un día nos explicó un descubrimiento que había hecho: un cuadro, que está en El Prado, cuya historia es fascinante [se refiere a ‘Degollación de San Juan Bautista y banquete de Herodes’]. Le dije si podía usarla y de ahí salió ‘El pintor de Flandes’ (2006), una novela histórica que fue mi primer libro publicado, aunque yo había escrito otro, que no se editará nunca, porque es malísimo, aunque fue muy terapéutico…

Explíquese…

Sí. La escribí mientras trabajaba en el departamento de Románicas de la Universidad de Heilbronn, que era muy pequeñito. Llevaba 10 años viendo a la misma gente y, a veces, conoces a individuos de esos de los que piensas en qué bien si se cayera por unas escaleras… Bueno, mejor que no; mejor que escribas una novela policiaca en la que un profesor que viene de visita de Barcelona se carga al tipo ese y tal… Y así, medio en coña, empecé a escribir esa historia, que era muy mala, pero que a mí me sirvió para recordarme que lo que yo había querido ser siempre era ser escritora.

¿Pero usted ya había escrito antes?

Siempre había escrito, pero nunca me había atrevido a publicar nada ni a enseñar nada. Terminé esa policiaca y vi que era capaz de escribir una historia de 300 páginas. Pero de esa gran montaña de papeles, que no publiqué, nacería la comisaria Cornelia Weber-Tejedor. Como el protagonista era un profesor español que estaba en Frankfurt, necesitaba un personaje binacional, que hablara los dos idiomas. Y así nació Cornelia como personaje secundario, hasta que, más tarde, empecé a escribir novela policiaca.

¿Cómo fue recibido ‘El pintor de Flandes’?

Yo era una autora desconocida, con lo que tuvo una recepción limitada, pero me abrió las puertas. Me publicaron muy rápido, porque la editorial tenía un hueco en el catálogo, y curiosamente, a posteriori, es la novela mía con más ediciones: desde el 2006, ha salido en tapa dura, en bolsillo, en Planeta, en Random House y cinco ediciones de quiosco, porque me la compraron El País y El Periódico… Es una campeona.

En esa novela también existen luchas políticas intestinas.

Era el paradigma de la lucha entre la vieja política y la nueva: la del conde de Olivares, más tradicional, la de la corrupción y el mangoneo, frente a la del conde de Villamediana, más moderna. Bueno, esta es mi interpretación de los personajes. Este último, que pertenecía a la familia Tassis, que dominaba el correo en toda Europa, era el que manejaba y tenía la información, sabía todo lo que pasaba y jugaba esa baza. En el fondo, es como ahora: quien tiene la información, tiene el control. Como pasa en internet: saber cosas de la gente, vale más que su dinero.  Mira el comisario Villarejo…

Bueno… saca a la luz muchos trapos sucios, pero no pasa nada, no dimite nadie…

Sí, parece como si estuviéramos cauterizados: ya no nos choca nada, no nos afecta nada…

¿Cómo se definiría usted como escritora?

Yo soy autora de trama. Me gusta que pasen cosas. Me gusta la novela con historia. Una trama necesita una estructura, saber a dónde va, una curva dramática, llegar al lector, engancharle con lo más elemental de la narración, que es un qué pasó. Me gustan los finales fuertes, personajes potentes, aunque sean despreciables, como el Tom Ripley de Patricia Highsmith.

¿Cómo pasó del género histórico al policiaco?

De hecho, aquella mi primera novela fallida ya era policiaca.

Sí, sí, perdone. Me refiero a ‘Entre dos aguas’ (2007), claro.

Esta segunda novela policiaca mía nació de una imagen. Yo iba en el autobús y vi algo, como un cuerpo, flotando en el Meno, el río que cruza Frankfurt. Fue entonces cuando imaginé esa parte de la historia y hasta el nombre de ese personaje asesinado: se llamaría Marcelino Soto, un español que emigró a Alemania en los años 60. Y pensé las dos preguntas que sirven para iniciar una novela policiaca: quién lo mató y por qué.

El tema de la emigración, que a usted tanto le tira…

Es que me interesa mucho el tema de la identidad. Yo he trabajado en la Universidad con muchos chicos hijos de emigrantes. En Frankfurt somos extranjeros un tercio de la población. Y se dan las mezclas más curiosas que se pueden encontrar. Fue entonces cuando, de pronto, pensé en retomar a aquella comisaria hispano-alemana de segunda generación y que investiga quién mató a un emigrante de los que hicieron el proceso de la emigración dura, la de quienes viajaron en los trenes borregueros de la época y que nunca se han planteado la cuestión de si son españoles. Son los hijos de estos últimos, los que ya nacieron allí, quienes se mueven entre dos culturas. Son muy interesantes. Y aunque no quieran, se ven enfrentados a la pregunta de quién eres. Cómo se posicionan, a veces entre hermanos, uno más alemán y otro más griego, turco o italiano, por ejemplo. Yo no me había cuestionado ni preocupado de todo esto hasta llegar a Alemania. Y lo volqué en esta novela en el personaje de Cornelia. Esta, al principio, se presenta a sí misma como policía alemana, pero poco a poco se le revuelve su interior y no puede negar que le afecta también la parte española, la que representa su madre.

Pues ya lleva cuatro historias con el personaje…

En realidad sólo quería escribir una novela. Pero me enamoro de los personajes y pensé que tenía que acompañarla un poco más.

¿Habrá alguna aventura más de la inspectora?

De las novelas que no están hechas, nunca hablo. No, no, no.

¿Pero habrá más casos?

Ah, sí, sí. Voy a escribir más, pero no de momento. Escribir de Cornelia me gusta mucho, porque es como volver a casa. Tomas a este personaje, con el que llevas cuatro novelas, conoces a su familia, a todos sus amigos; conoces su barrio… Pero, por otro lado, se me van ocurriendo otras muchas cosas. Y como las novelas de Cornelia ya las sé hacer, prefiero escribir algo nuevo. 

¿Quién se parecería más a usted: la inspectora Weber-Tejedor o la periodista Ana Martí?[el personaje protagonista de su trilogía ambientada en los años 50]

En realidad, yo sería más ‘La detective miope’.

¿Lo dice por su miopía?

Y por muchas cosas más. A veces me dicen que tengo cosas de Cornelia, de Ana, de Beatriz… En realidad, todos los personajes tienen algo de ti. Pero, si me preguntan al que más quiero, es a esa loca, Irene Ricart, la protagonista de ‘La detective miope’: es la que más se parece a mí. Pero, en efecto, tengo 25 dioptrías en cada ojo. Me operaron y llevo unas lentes intraoculares. Pero no deja de crecer, aunque sea despacito.

Hábleme de esa novela, que pronto será adaptada al cine.

Es una novela que escribí con una alegría como nunca he escrito nada antes. Salió de mis cuadernos, de cosas que siempre apunto: un reportaje sobre una granja de arañas en Arizona; otro sobre el origen del vals vienés como música nacional hawaiana… Quedé fascinada, sobre todo por unas viejas fotos de príncipes y princesas maorís, con sus ropas maravillosas, sus trajes tipo Sissi, sus bandas, sus tirantes, sus faldas. Todo ello estaba en mi libreta. Y no recuerdo el momento exacto, quizá el día en que fui al oculista y me dijo que tenía otra dioptría más, cuando se me ocurrió la historia de una detective privada cuyo marido, mosso d’esquadra, e hija de 10 años han sido asesinados.

Una historia de venganza, pues…

Me gustan mucho las historias de venganza. Encontré, además, una voz en primera persona, que no había utilizado otras veces, y la trama salió sola. Tenía mi planificación, claro, pero todo fue saliendo de forma muy fluida. Tenía los casos y cómo los resuelve. Y había leído algo sobre la hipótesis de los  seis grados de separación…

¿Alguna anécdota en especial?

Una muy divertida. En la historia, puse un caso que se desarrolla en El Prat y en el que sale mi hermana como una mujer que pasea a su perro. Pues cuando se publicó el libro, mi hermana me dijo que no sabía la que había liado. Hay un personaje que piensa que es el fruto de un supuesto lío entre su madre y un hombre negro, y los vecinos estaban dándole vueltas y buscando  si me refería a un empleado del Banco de Sabadell o al de La Caixa, cuando era todo inventado.

En todo caso, parece una policiaca atípica.

Tienes todos los elementos de una novela negra, pero lo importante ella, su proceso, su locura, su miopía metafórica. Yo diría que es una tragicomedia melancólica, con personajes muy disparatados y, al mismo tiempo, muy humanos y tristes. Son personajes que viven sus obsesiones que, si te los miras de cerca, son muy raritos, unos frikis.

Me recuerda las historias de los hermanos Cohen.

Sí, sí, es muy ‘Fargo’, una película maravillosa, con momentos de gran brutalidad y sordidez, pero también es muy divertida. Me gustan ese tipo de historias. Por eso te decía que esta es mi novela favorita, con todos sus defectos.

Hábleme de su colaboración con Sabine Hoffman en la trilogía de Ana Martí.

Yo ya había escrito un par de ‘Cornelias’ cuando entre varios hicimos un librito-homenaje a una amiga muy querida que dejaba de la universidad, una profesora auxiliar a la que no se le renovó el contrato después de 15 o 20 años dando clase. Cada uno escribía lo que quería: poemas; relatos, ensayos… Yo estaba entonces dando un seminario sobre la gramática de Antonio de Nebrija junto con Sabine Hoffman, una filóloga doctorada en francés y español, y decidimos escribirle un relato de ficción a cuatro manos. Un cuento de unas 20 páginas en el que nos divertimos mucho y que nos llevó a pensar en hacer algo juntas con más empaque. Yo llevaba mucho tiempo con ganas de escribir una novela donde la filología, el conocimiento, la lengua y la literatura estuvieran en primer plano, y se lo comenté a Sabine. Queríamos que el protagonista fuera una mujer y fuimos ajustando el periodo hasta llegar a los años 50, que me parecía la época más interesante, la de los silencios, la de la juventud de mis padres. Y en la España de Congreso Eucarístico Internacional, que tuvo lugar en Barcelona en 1952, cuando se hizo una limpieza de pobres y delincuentes que fueron a la cárcel para que no se viera la miseria de la ciudad. Iba a ser solo una novela y con Sabine, que no había escrito aún ninguna, compartimos todo el proceso de aprendizaje. Nos documentamos e hicimos juntas el esquema, que era mucho más embrollado que mis obras anteriores. Cada una iba a escribir en su idioma, algo que deja muchos costurones en una novela. Así que decidimos que habría muchos personajes con una perspectiva propia. Y los capítulos nos los repartimos de forma que cada una tenía un paquete de personajes.

¿Cuáles, cada una?

Eso no lo decimos nunca [sonríe]. Teníamos cada una nuestros personajes y comentábamos: esto que está pasando, ¿qué personaje está en la mejor posición para contarlo? Pues esto, mejor que lo cuente Ana, y esto otro, Beatriz, y aquello, el inspector Castro… Así podía pasar que yo escribiera tres capítulos seguidos y luego fuera Sabine. Buscábamos fotos: a ver, qué pinta puede tener Castro. Mirábamos imágenes hasta que encontrábamos al personaje. Por deformación profesional, casi todas las fotos eran de escritores, que no saben que su alter ego era el poli facha [ríe]. Mira: esta es nuestra Ana Martí [y Ribas muestra una foto en su móvil]. Físicamente sería como mi tía Anna a los 18 años. Era guapísima, y ahora sigue siéndolo con 65 años. Y así fuimos trabajando. Cada tantos capítulos, nos los enviábamos. La una los leía, revisaba, corregía y se lo devolvía a la otra. ¡¡Y me pillaba unos rebotes!! La parte teórica es más fácil, pero la parte de escritura es muy personal y discutíamos. Pero al final llegábamos a un consenso.

¿Y el acabado final, el estilo?

Una vez redactado el manuscrito completo, yo traduje todos los capítulos al castellano y Sabine, al alemán.  No sé si sabes que la mirada del traductor es la más hipercrítica, la más inclemente. Lo ven todo. Leen la novela globalmente y luego, frase a frase. Los textos de Sabine pasaban ya no por mi mirada de escritora, sino de traductora. Y al revés. Finalmente, después de la edición y traducción, tuvimos una última s fase de pulido, que era donde eliminábamos el rastro de la otra: Sabine no existía como escritora en castellano y ella era la responsable única de la versión alemana, donde tenía que poner un poco más de información muy sutil para que un alemán pudiera entender cosas de aquella época. Una vez hecho esto, mandamos el libro a nuestro agente. Hubiera sido muy poético que se hubiera editado a la vez en España y Alemania, pero ahí es donde ves cómo funciona la industria editorial en un país y el otro. Siruela compró la obra en castellano y, como les gustó mucho, incluso adelantó su fecha de salida. En alemán lo adquirió Rowohlt, que dijo que la publicaría en año y medio, porque sus catálogos y programas ya estaban hechos.

Deben ser ustedes un caso único…

Sí. Somos las únicas que trabajamos a cuatro manos en dos idiomas. Y la única en novela policiaca, que es muy estructurada. 

Curiosamente, después de hacer debutar a Ana Martí como periodista de La Vanguardia, en ‘El gran frío’ se la lleva al Maestrazgo, para escribir un reportaje sobre una niña con estigmas para  ‘El Caso’.

‘Don de lenguas’ funcionó muy bien y rápidamente se planteó hacer una trilogía, y la editorial nos animó a hacerlo. No quisimos repetir la fórmula y nos llevamos a Ana fuera de Barcelona y la dejamos sola en un pueblo perdido de Castellón. Mis abuelos son de allí, así que me lo conozco bien. La metes en un caso totalmente diferente y la usas como única voz narradora, salvo los incisos de un chico, algo así como el tonto del pueblo, que tiene un discurso muy limitado, pero que es el que te está contando lo que realmente pasa en el lugar. Ese era el desafío. Y también cambiamos de técnica, porque la novela anterior nos llevó tres años y medio.

Yo la veo casi como una novela de terror, en un lugar aislado por la nieve, como pasaba en la película ‘El resplandor’ de Kubrick.

Sí. Y me gustó mucho hacerlo. Las escenas donde ella está sola en esa casa, en ese pueblo del que no puede salir, procedían de otra novela que al final no escribí. La idea del pueblo aislado es el terror, directamente. Estás encerrado y no puedes salir. Y eres la forastera, a la que todos miran, la que igual va a romper la fea paz que tienen, en ese pueblo de estructura medieval, donde sigue existiendo cierto feudalismo… En la tercera volvimos a cambiar de estilo, con Ana y Castro como voces y Beatriz que pone el bajo melancólico, el que dice es la última, nos estamos despidiendo. Y un epilogo para cerrar. Las tres novelas son diferentes.

¿Tuvo menos éxito la segunda que la primera?

Con perspectiva, para mí la segunda es la mejor, literariamente. Y si nos fiamos de la recepción, de los comentarios críticos, es la más intensa, la mejor de las tres, la más oscura, la más dura y terrible. La primera sorprendió mucho, por las dos mujeres, por la filología. Fue la introducción. La segunda es la mejor novela, la que tiene más críticas positivas. Y ‘Azul marino’, la tercera, es quizá la que tienen un trabajo más denso estructuralmente y es la más melancólica. Recibió menos atención. En una serie vas teniendo una pérdida de lectores.

¿Se han acabado las aventuras de Ana Martí?

Sí. Es que dijimos siempre que era una trilogía. En la primera era una joven a la que habíamos hecho periodista y no la íbamos a dejar así. Tenía mucho recorrido y lo que importaba era su evolución. La novatilla que tiene su gran oportunidad en ‘La Vanguardia’. Como ha sido tan buena, la echan, se va a ‘El Caso’ y la endosas el reportaje más feo y duro. Y en la tercera es una periodista más experimentada y también un poco desilusionada, porque ha tocado techo. Por eso en el epílogo final dejamos al lector con la idea de qué va a ser de ellas. Ana sería ahora una señora de más de 80 años.

¿Quizá escritora?

Puede que sí. Cuando hice la promoción de esta novela, un periodista que me entrevistó me dijo algo muy bonito: que se imaginaba a Ana Martí pronunciando el pregón de la Mercè. Y pensé: mira, Ana Martí está viva. Cuando te dicen algo así, te la imaginas. Pero, claro, es dejar al lector que se haga su película, se las imagine y piense en las vidas de los personajes. También he de decir que escribir a cuatro manos es muy cansado. Es mucho más trabajo.

¿Que diría Ana Martí de lo que pasa ahora en la prensa?

Quien ha tenido un recorrido como el suyo, seguro que escribiría otra vez. Sería una instancia moral, una voz respetada que dice lo que ve.

¿Esta Ana Martí sería unionista, federalista, independentista?

Ana Martí es demasiado inteligente: es federalista.

En ‘Pensión Leonardo’ cambió de nuevo de época.

Si, a los años 60. Mi idea era retomar historias familiares. Mis abuelos tuvieron una pensión en El Prat, aunque yo no la llegué a ver, que era punto de llegada de muchos emigrantes que llegaban para trabajar en La Seda, en la Papelera. Era una pensión solo de hombres. Y debajo estaba la taberna. Siempre me ha interesado el tema del desarraigado, que se mueve en una cultura ajena. Es un contínuum en todas mis novelas. Y a través de la niña protagonista descubrimos cómo era la España de esa época. Es una de mis novelas favoritas.

¿Ya ha acabado alguna novela más?

Es una historia familiar, de las que me gustan, en la que también he incluido una trama policial, pero esta vez en segundo plano. No habrá muertos, pero sí misterios y secretos. Acabo de entregarla a la editorial.

¿Cómo ve el momento actual, con el creciente voto a la ultraderecha, como en Andalucía?

Cuando veo como está el patio, me acuerdo de un artículo de Juan Goytisolo de hace muchos años, en El País [‘¡Quién te ha visto y quién te ve!’], en el que hablaba  sobre nuestra desmemoria. Hemos sido un pueblo de emigrantes, y durante los pocos años que fuimos ricos, y éramos los que decidíamos, nos volvimos tan asquerosos  como los nuevos ricos. Goytisolo hablaba de El Ejido, de la xenofobia y el racismo. Después de un tiempo en que eso parecía olvidado, hemos vuelto a ser asquerosos e insolidarios. Y eso se hace cultivando y regando el miedo de la gente a perder las cosas, a pensar que te lo van a quitar todo, cuando olvidan lo que ha significado para muchos lo que ha sido la emigración, que la gente no se va de sus países ni por gusto ni por joder a nadie. Se van porque están muy mal.

Como quienes emigraron a Alemania…

Nosotros ya hemos pasado esto. Quién no tiene un pariente que tuvo que emigrar a Alemania, a Francia, a Suiza… Parece que no aprendemos. Y esto lo ves incluso en los emigrantes de primera generación. En la primera novela de Cornelia, hay un momento en el que la madre, que es una emigrante, que las ha pasado putas, llega a decir “y esta gente, ¿a qué ha venido aquí?” Viene a decir eso de “no cabemos más”, “no son como nosotros”. Somos así de brutos y muy fáciles de sugestionar por el miedo. De ahí el auge de la ultraderecha. Alemania es el país de Europa que más emigración recibe y que necesita gente que vaya allí a trabajar y también porque su población autóctona está envejeciendo. Pues, pese a ello, se oye eso de “nos van a quitar el trabajo”. Pero si les necesitamos… Y lo más triste es que donde más racismo hay es en los estados con menos emigración, como Sajonia, donde había un porcentaje muy bajo de emigrantes. Es un miedo creado artificialmente  a base de que “todos son delincuentes” o “maltratan a sus mujeres”. En Alemania, en efecto, también hay violencia doméstica, pero la mayoría de los agresores son alemanes;  el machismo está en todas las clases sociales. Pero es el discurso que criminaliza a los emigrantes y que está ganando adeptos cada día que pasa. Esa gente es muy crédula, muy cateta… porque, en el fondo, es un problema de falta de cultura. Si a eso le sumas la crisis económica y la desinformación, y la gente cae de patitas.

¿Y la situación actual en Catalunya?

Me apena mucho. Cuando pasó todo, pensé que peor no podía ir y que ahora la gente entraría en razón. Pero ya ves. Hay tantos errores, uno detrás de otro, y por todas las partes, y todo es tan visceral e irracional que llega hasta niveles de lo absurdo. Y cuando vives fuera piensas que todo es tan insignificante, tan micromundo… es un tema del que allí casi ni se habla ni se ve.

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