El amigo José López, alma de Nosolocine.net, me ha animado a escribir sobre ‘El juego del calamar’, la serie de Netflix que ha triunfado en todo el mundo. Como un espectador más, vi (algo más de) dos minutos del primer episodio de esta ficción coreana. Dicen que son los que cuentan para esa plataforma a la hora de incluirte en el cómputo de los muchos millones que han visto esa producción. Este texto, como el de José, se ha publicado originalmente en Nosolocine.
Fue un arranque a desgana, con un tipo al que le salen mal todas las cosas. Vale. Ya he visto mil y una historias parecidas. ¿Qué mas? Cuando un tipo le convence para enrolarse con medio millar más de parias como él en un juego en el que puede ganar mucho dinero, el guiñol se torna en tal orgía de sangre e higadillos, que haría gritar de felicidad al público habitual del Festival de Sitges. Vale. Ya tenía bastante para dejar la serie, y eso que aún no había acabado el primer capítulo.
Eso fue recién estrenada la publicitada ficción coreana y la dejé aparcada. Leí unas cuantas críticas, no muy positivas, en las que se incidía básicamente en el exceso de violencia y en lo nada apropiada que era para los niños. Lógico. Como tampoco lo es que los menores de edad vean las películas de Quentin Tarantino. Y quienes han de poner coto a los pequeños de la casa. en los hogares. son los padres. No echemos la culpa a nadie más.
Volvamos a ‘El juego del calamar’. Varios días y opiniones después, entre ellas la de un colega a quien aprecio y respeto, Andreu Farràs, que publicó un texto “a favor de» en ‘Catalunya Plural’, decidí darle otra oportunidad.
Me fui enganchando a la ficción, sabiendo que los juegos utilizados eran infantiles pero evidentemente mortales, como si de un circo romano se tratase, pero sin pan ni pueblo que lo vea. Un buen recurso con el que el guionista y director Hwang Dong-hyuk logra sacarse de encima a buena parte de la figuración para quedarse con menos personajes y llegar hasta el núcleo de protagonistas. Y aquí la serie gana muchos enteros con el retrato de los personajes principales. Veamos quiénes son.
El primero es el último jugador, el 456. Lo encarna Lee Jung-jae, un conocido actor surcoreano de 48 años. Es un antiguo chófer, ahora parado, un ludópata adicto a las carreras de caballos y lleno de deudas. Es incapaz de ser sincero con nadie, ni con su madre, que le mantiene, ni con su hija, que vive con su exmujer y el nuevo marido de esta. Como todo héroe, su misión como tal es superar la caída en desgracia. Y de su aparente egoísmo inicial pasará a ser uno de los tipos más generosos del grupo, en un cambio que tiene sus altibajos y un recorrido nada lineal.
El segundo es el jugador 218 (Park Hae-soo), un ejecutivo arruinado, perseguido por la policía por diversos delitos financieros y que fue amigo del anterior en la niñez. Pese a su estatus universitario, que le hace ser admirado por sus compañeros, es capaz de empatizar con el jugador 199, un inmigrante pakistaní (Anupam Tripathi) que sufre el racismo de la sociedad coreana, donde un sinpapeles es carne de abusos laborales.
Para no alargarnos en exceso con el reparto, citaré al número 001 (Yeong-su), un anciano con un tumor cerebral que opta por jugar como alternativa a morir en la calle; la jugadora 067 (HoYeon Jung, una bella top model corena), una joven mujer que ha huido de Corea del Norte y quiere ganar los juegos para intentar traer al Sur a su madre y hermano; el malvado 101 (Heo Sung-tae), un criminal sin escrúpulos lleno de deudas que entra en el juego con varios compinches para huir de los mafiosos que le persiguen e intentar ganar para saldar sus deudas; y la jugadora 212 (Kim Joo-ryoung), una locuaz manipuladora que no duda de arrimarse a quien sea con tal de ganar. Un inspector de policía (Wi Ha-joon) infiltrado que busca a su hermano entre los participantes aporta la necesaria dosis añadida de intriga.
Todos ellos se encuentran en una isla inexpugnable, controlados por individuos enmascarados, vestidos con chillones monos de color rosa (disfraz que, por cierto, se está vendiendo como churros) y armados con pistolas y metralletas. Unos tipos a las órdenes de un jefe cubierto también por una máscara y un vestido negros. Como curiosidad, entre estos malos de gatillo fácil hay cierto comportamiento ético que contrasta con el de unas cuantas ovejas negras, aún más indeseables.
Con todos estos perfiles, el creador de la serie organiza un descarnado reflejo de la sociedad capitalista, donde una minoría cercana al 1% de la población es inmensamente rica frente a una mayoría del 40% que vive con ingresos tan bajos que la sitúan en el lindar de la pobreza. Una desigualdad social que ya han mostrado otros cineastas, como el oscarizado Bong Joon-ho con sus ‘Parásitos’, donde la familia protagonista también vivía de forma precaria hasta que logran entrar en la casa de una familia rica, dando lugar a una peculiar lucha de clases en versión ‘gore’.
No deja de ser curioso que los millonarios que acuden a ver ese circo mortal son el trasunto de los patricios romanos que podían decidir la suerte de los esclavos que luchaban en la arena entre sí o con animales salvajes. Unos pobres diablos que son capaces de humillarse y matar a otros seres como ellos para lograr el premio, mientras son observados por unos ricachones cubiertos con máscaras que apenas ocultan su origen occidental. Ellos son la encarnación del mal, incluso sexualmente, en una polémica escena que ha provocado acusaciones de homofobia. Pero es que aquí estos malos se van de rositas sin ser castigados. Vamos, casi como pasa en el mundo real.
El destino del ganador del premio, cuyo nombre no hace falta desvelar; la identidad y motivaciones del líder oculto tras la máscara negra; y la identidad del personaje que invita a todos los pobres desgraciados mediante un juego infantil previo y que no oculta su rostro son, probablemente las patas del trípode que sustentará la segunda temporada que seguramente Netflix firmará con el creador de la serie. Con más calamar y más tinta roja, claro.
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