Se llama Blas, es un hombre de 80 años pero no me atrevo a llamarle anciano, y me ha contado su vida en media hora. En esos 30 minutos me ha dejado asombrado. Hay muchas vidas en su vida.
Todo ha empezado con un marcapasos.
Estábamos en el gimnasio intentando eliminar los excesos de una cena de amigos y Blas se ha sentado en la bicicleta estática de al lado. Con todas las pijadas actuales, el hombre no sabía hacerla funcionar. Cuando le hemos ayudado a ponerla en marcha, se ha puesto a pedalear con ganas, y a hablar, quizá con más ganas.
Lo primero, de su salud: un dolorcillo por aquí, otro por allá; una rodilla operada hace unos meses y, «mire, mire», un costurón a la altura del omoplato: «un marcapasos recién implantado».
Y tus ojos se abren como platos, porque el hombre sigue pedaleando como si tal cosa.
Blas nació en un pueblo de Navarra, pero se crió en la vecina Calahorra, en la Rioja. Explicó que ha sido campesino y minero: «Hacía varios turnos en un día… No para descansar, sino para irme a trabajar al campo, con mi hermano. Y con su hermano eran capaces de labrar por la noche para acudir a la fiesta mayor del pueblo al día siguiente.
Después de la mina, fogonero en un tren. Una máquina de las de antes, de las que andaban a base de carbón. Y él era quien alimentaba el fogón, palada a palada. ¡Qué tiempos! Unas 36 horas para ir de Miranda de Ebro a Bilbao en un mercancías… Claro que con paradas de tres o cuatro horas en algún pueblo perdido mientras se dejaba pasar a un rápido.
Llegó a Barcelona con Franco agonizando y ya se quedó. Trabajó descargando carne de ternera cuando el animal, abierto en canal, podía pasar de 100 kilos. Y también arreglando las enormes cámaras frigoríficas donde se almacenaba esa carne. Cargándolas de amoniaco. Respirando ese gas, años y años.
«Así estoy yo», se ríe Blas mientras se toca el pecho y señala el marcapasos mientras sigue pedaleando.
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