Prosigo con el relato del viaje que hicimos a Costa Rica hace diez años. El texto de hoy corresponde al día 18 de julio de 2008 y se centra en la excursión que realizamos al bosque nuboso de Monteverde.
Situado en la cordillera de Tilarán, con este nombre se conocen en realidad dos reservas biológicas: la de Monteverde y la de Santa Elena. Curiosamente, el origen de la primera se debe a un grupo de cuáqueros pacifistas estadounidenses que llegaron a la zona y se asentaron en esta región a finales de la segunda guerra mundial. Lo explican así en esta página dedicada al lugar:
«La Reserva Biologica Bosque Nuboso Monteverde es famosa por ser uno de los santuarios de vida silvestre más destacados de los Trópicos del Nuevo Mundo. Los bosques enanos espectacularmente esculpidos por el viento en los cerrros expuestos contrastan con los bosques protegidos del viento, cuyos arboles lucen majestuosamente altos adornados con orquídeas, bromelias, helechos, enredaderas y musgos.»
Las previsiones para aquella jornada eran apretadas. En nuestra agenda aparecía lo siguiente:
Recorrido en Canopy (3 kms de cables que os harán volar a través de la copa de los árboles). Continuación del recorrido en los Puentes Colgantes (oscilan entre 50 y 70 metros de longitud). Tiempo libre para el almuerzo y continuación a la Reserva del Bosque Nuboso de Monteverde (se pueden admirar un auténtico paraíso natural, una selva húmeda de más de 10.000 hectáreas.)
En realidad fue a la inversa: por la mañana temprano nos llevaron a visitar el bosque y por la tarde, los puentes.
Unos autobuses más pequeños que el habitual, pertenecientes al entramado empresarial que se ha montado para sacarle jugo a la ecología, nos acercaron a la entrada del bosque, de titularidad privada. Allí, nos repartieron en grupos de ocho o diez personas, cada uno con sus respectivos guías.
A nosotros nos tocó ir junto a un grupo de seis encantadoras madrileñas, que nos adoptaron –todos teníamos esa edad indefinida entre los 45 y 55 años que une mucho– y con las que seguimos unidos prácticamente el resto del viaje.
Todos íbamos bien pertrechados, con calzado adecuado, jersey o chubasquero, ya que la temperatura bajo los árboles húmedos era relativamente baja, y con la idea de realizar una buena caminata. Pronto nos dimos cuenta de que larga, larga, no iba a ser.
Si os fijáis en este mapa, había varias posibilidades, pero nuestro guía –y creo que la de la mayor parte de los tours organizados– realizaban el más sencillo y corto.
Era un hombre agradable, simpático y con un puntito de latin lover –buena planta, relativamente musculado, moreno y con bigote–, chaleco capitán tapioca, que arrastraba un trípode y un telescopio terrestre de este tipo.
Me sorprendía que cada 50 o 100 metros se parara y soltara una parrafada sobre la fauna y flora de aquel lugar. Que nos hiciera mirar por el objetivo una mantis que el grupo anterior también acababa de observar y que sólo viéramos pasar a una familia de cuatro monos. Pero observé que el siguiente grupito de turistas hacía exáctamente lo mismo. La cuestión era liquidar las tres horas de paseo previsto sin pasarse ni un minuto ni hacer un kilómetro de más.
Fue una excursión decepcionante para lo que yo esperaba de un lugar de que se habla en numerosos foros ecológicos. Pero bueno, siempre se puede volver.
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