Quizá alguno de ustedes, amables lectores, recordará que hace justo un año empecé a escribir el relato de un viaje a Costa Rica. De hecho, un amigo me ha recordado que le parecía muy bien que escribiera sobre Francia, pero que aún tenía inacabada la aventura americana.
Así que, como hoy es un día festivo, intentaré concluir el primer reportaje a lo largo de este y los próximos domingos del mes de agosto.
Amanece en Las Cabañitas
Aún no son las 7 de la mañana del 16 de julio del 2008 y el día amanece un poco tristón en el hotel Las Cabañitas, situado a las afueras del pueblo de La Fortuna. Nos cruzamos con los chicos de Palencia, que nos advierten que acaban de ver una pequeña erupción en el volcán Arenal y señalan una columnita de humo que aún se divisa a lo lejos, en la ladera de la montaña.
Desechamos el típico y tópico desayuno tico –quién puede meterse unos frijoles con arroz a esas horas, madre mía– y optamos por tomar fruta y un café.
Tenemos en perspectiva varias actividades para la jornada, que comenzarán con un paseo a caballo de unos cinco kilómetros hasta una cascada enclavada en medio de un bosque característico de esta zona.
La cabalgata
Con el calor que hace, no llevamos tejanos, que hubiera sido lo ideal para cabalgar, pero al menos nos hemos puesto unos pantalones largos para no destrozarnos las piernas, aunque, ay, pronto descubriremos que son demasiado finos para las rozaduras con las que acabaremos el trayecto.
Nos recoge el autocar de otro grupo de turistas de la misma empresa que está realizando prácticamente el mismo itinerario que nosotros, salvo en que tiene hoteles algo mejores y prolongan la estancia en las playas los últimos días.
Eso nos despista un poco, porque llegamos a las cuadras de la hípica un buen rato antes que el resto del grupo que comanda Germán, nuestro guía. Como los responsables del asunto saben que la cuestión principal es que los grupos vayan ascendiendo hacia la catarata, nos piden que nos calemos unos cascos en la cabeza y que elijamos corcel. Todos pedimos el más tranquilo posible, así que, en realidad, terminan por endosarnos el que ellos quieren.
Superado el trago de subir a la silla de montar –algo tan fácil en las películas como endiablamente dificultoso en la realidad–, el grupo se pone en marcha. Unas gotitas de lluvia hacen que intentemos ponernos la capelina sobre la marcha, en ese equilibrio inestable que es un caballo. De repente, los guías, silban y hacen girar en el aire finas varitas que transforman a nuestras monturas, pasando del trotecillo inicial a un galope casi desenfrenado en cuesta abajo, que se transforma en un al paso cuando llega una nueva subida.
Cuando llegamos a lo alto, ha dejado de lloviznar, pero los animales están sudorosos después de unos kilómetros de traqueteo. El mío se ha portado razonablemente bien y mi entrepierna ha conseguido llegar casi intacta a su destino. Una amiga, que llega la última, despacito y con un absoluta control del equino, asegura no haber montado nunca antes, pero sí que le hablaba al caballo, que ha evitado los fuets de los cuidadores y que le iba diciendo: «Tranquilo, no corras».
La catarata
Ya reagrupados, nos asomamos a una especie de balconada de madera desde donde se aprecia, no muy lejos, la catarata, que no me impresiona mucho. Al cabo de los años y con muchos saltos de agua vistos, este no resulta especialmente espectacular. Uno de los guías inicia la marcha por un camino serpenteante que primero se ondula sobre unos tablones de madera perfectamente colocados, después atraviesa un puente colgante y luego desciende hasta la base del río formado por las aguas de la cascada.
Alguien no había avisado que si queríamos verla de cerca era mejor llevar el bañador puesto para acercarse a ella. Hay quien, como yo mismo, opta por quedarse a la orilla, vigilando la ropa y las mochilas de los compañeros, mientras la mayor parte de ellos se meten en el riachuelo para atravesarlo.
En eso, un segundo guía que nos acompañaba, me dice que –si quiero– puede tomar unas fotos espectaculares desde un promontorio cercano, al que sólo puede acceder él. Le miro y dudo, mientras sostengo mi reflex digital, pero el jovencito –casi un adolescente– asegura que sabe usarla y, tras cogerla entre sus manos, desparece entre los árboles. Cinco minutos después reaparece con mi cámara y un puñado de fotos de relativa calidad, pero todas a pocos metros de la catarata, en una perspectiva inédita desde el lugar donde estábamos nosotros.
El resto del grupo empieza a vadear el río nuevamente para atravesarlo hacia nuestra posición. Es el momento de regresar a la balconada, pero ahora en un prolongado ascenso que nos hace sudar la gota gorda. Menos mal que al llegar arriba, los guías han instalado un bidón de agua fresca que sacia nuestra sed. El descenso hasta las cuadras lo hacemos en el remolque de un tractor dotado de asientos. Esta parte de la excursión no precisa ya de caballos, usados para nuevos grupos que van llegando al lugar.
El balneario
El autocar nos recoge de nuevo y nos traslada al balnerario de aguas termales de Tabacón, en unas de las faldas del volcán. Allí nos disponemos a disfrutar de unas piscinas naturales y pequeños saltos de agua caliente… y tan caliente en algunas zonas que casi quema al entrar en ella.
Nuestra idea es recorrer todas las piscinas, que están situadas de forma escalonada: cuanto más arriba, más caliente está el agua. Las instalaciones están muy bien (pertenecen al Tabacón Grand Spa Thermal Resort) y los ticos (costarricenses) se pasan allí todo el día o media jornada. Nosotros vamos a toque de silbato y, al cabo de poco más de una horita, nos han previsto la comida. El bufet es espléndido: quizá el mejor de todo el viaje.
El paseo
Nada mejor para bajar una copiosa comida como la de Tabacón que un paseo bajo el sol de las 3 de la tarde por uno de los senderos próximos a las laderas del volcán Arenal. No obstante, cuando echamos a andar, precedidos por el guía, unos nubarrones aparecieron en lontananza con la peregrina idea de mojarnos en algún momento de la excursión. Mi amiga Asun ya me había avisado de cosas como esta, así que cogimos las capelinas y las metimos en la mochila, junto con la cámara de fotos y la cartera. El resto se quedó en el asiento del autocar.
Tras pasar por entre arbustos y encañizadas y un bosquecillo, un muro de piedras oscuras se levantó frente a nosotros: era el frente de la lava que el volcán escupió 40 años atrás. Subimos aquellos cuatro o cinco metros de altura a través de los pedruscos y, al llegar arriba, se nos apareció majestuoso el cerro. Y allí estábamos nosotros, entre la montaña y el lago Arenal, a nuestras espaldas, cuando el volcán más activo de Costa Rica eruptó.
Fue un sonido sordo, proveniente de la montaña. Quienes nos dimos cuenta vimos, además, que se había abierto una brecha en la ladera, de la que surgió una densa columna de humo. Poca broma. Coincidió, además, que el nubarrón del principió decidió que era el mejor momento para descargar un chubasco. Los precavidos nos pusimos la capelina, el guía y algunas señoras sacaron unos paraguas plegables y se resguardaron debajo, con algunas okupas añadidas haciendo piña.
Humo y lava
Algunas personas, viendo el panorama y que la nubecilla que había escupido el volcán se acercaba hacia nuestra posición, iniciaron un rápido descenso hacia el bosquecillo y el camino de regreso al autobús. Una mano imperiosa me agarró de la mano y soltó: «Deja de hacer fotos. No ves que esa nube puede contener gases tóxicos y que viene hacia nosotros. Venga, vámonos.» Y como las mujeres casi siempre tienen razón, eché a andar detrás de ella, no sin ir haciendo clic cada cierto tiempo.
Una media hora más tarde, cuando Germán Meza llegó al autocar, aseguró que él, en todas las veces que él había visitado el volcán, «nunca había visto algo semejante». Fuimos unos inconscientes. Encima de camisas y chubasqueros había gotas grisáceas, prueba de que las cenizas del volcán habían caído sobre nosotros, arrastradas por la lluvia.
Para acabar la jornada, y animados por el fenómeno, nuestro guía nos llevó a un puente, sobre un río que desaguaba en la laguna, desde donde se podría observar la lava que escapaba de un crater lateral del volcán una vez oscureciera.
Y allí nos quedamos todos más de una hora, mientras otras gentes, en coches particulares y autobuses turísticos, se acercaban al lugar.
Medio a oscuras, vimos finalmente rodar uno o dos pedruscos incandescentes montaña abajo, pero la espera resultó bastante decepcionante. Viendo nuestras caras, el guía optó por tocar a retirada. Era hora de volver a los hoteles y cenar algo.
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En la web Conozca Costa Rica podéis encontrar más información sobre Parque Nacional Volcán Arenal y algunas de las cosas que os acabo de contar.
He encontrado algo más confusa la web turística oficial del Gobierno tico: Visit Costa Rica.
Y esta otra, quizás demasiado comercial, pero con algunos datos de La Fortuna: Go visit Costa Rica.
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