Torcello, vista desde Burano.

Como regalo de Navidad, os reproduzco aquí el texto de un pequeño reportaje que he publicado este mes de diciembre en la edición española de la revista ‘Viajes‘ de ‘National Geographic‘ sobre las numerosas islas que pueblan la laguna veneciana, con Murano y Burano como visitas habituales de cualquier turista.

En realidad, el texto que veis impreso en el pdf es algo más corto, por razones de espacio, que el que envié en su día a la redacción de esta conocida publicación, editada por RBA. Por ello, os dejo mi original a continuación, con algunas de las fotos que tomé en mi última visita a Venecia.

Cuando los antiguos pobladores de la laguna de Venecia se establecieron en esa zona huyendo de la invasión de los bárbaros del norte, construyeron numerosas ciudades en las islas del archipiélago, antes de fundar la capital e instalarse alrededor de lo que hoy es Rialto. De su lejano esplendor quedan monasterios e iglesias como la de Torcello. Y hay otras, llenas de misterios y secretos, como San Lazzaro degli Armeni, que Lord Byron visitaba remando, o San Servolo, la isla de la locura.

Claro que las islas más famosas y conocidas se encuentran al otro lado de la laguna, en la zona norte, a las que se accede también en vaporetto desde los muelles de las Fondamente Nove. Son Murano, cuna de los sopladores de vidrio, y Burano, la isla de las encajeras. En pocos minutos se accede a la primera y, en menos de una hora, a la segunda, “un puro brochazo de color”, como la definió Jan Morris al ver las bonitas fachadas de sus casas.

Cuenta una leyenda que, cuando un pescador a punto de casarse se resistió al canto de las sirenas, la reina de las ninfas creó una corona de espuma de un coletazo que se solidificó y se convirtió en el tocado de bodas de la novia. Ese adorno nupcial lo reprodujeron más tarde otras jóvenes buranesas tejiéndolo con aguja e hilo, dando origen al famoso arte de las encajeras, que se exhibe en el pequeño y coqueto Museo del Merletto de Burano.

Es muy agradable callejear por sus muelles y admirar sus casas de vivos colores. Los pescadores pintaban así sus fachadas para reconocerlas cuando volvían de faenar, ya que la niebla, muchas veces, era intensa. Imposible no sacar la cámara y fotografiarlas, en especial desde el cruce de canales de los Tre Ponti, un punto que conecta tres de los cinco barrios de Burano.

Justo enfrente, a cinco minutos en vaporetto, desde el mismo muelle de la llegada, está Torcello, la que fuera capital de la laguna desde el siglo XII hasta bien entrado el siglo XVI, cuando era un emporio comercial. Luego llegaría el declive, el abandono y el olvido, si bien aún quedan algunos rescoldos de ese poderoso pasado en esta isla de aire rural, atravesada por un tranquilo canal central.

Justo en su centro, tras un corto paseo se llega al monumento más antiguo de la zona, un conjunto religioso presidido por la basílica de Santa Maria Assunta, una antigua catedral véneto-bizantino del año 639. Su impresionante campanario, una torre cuadrada del siglo XI de 40 metros de altura, es visible desde varios puntos de la laguna.

Dedicado a la caza de patos, Ernest Hemingway pasó algunas temporadas en una pequeña fonda de la isla que era propiedad de los dueños del famoso Harry’s Bar de Venecia. De la estancia del escritor allí y de su pasión (dicen que platónica) por una joven noble veneciana surgiría su penúltima novela, ‘Al otro lado del río y entre los árboles’, que acaba de ser llevada al cine por la directora española Paula Ortiz, con Liev Schreiber como protagonista.

El Ponte del Diavolo, en Torcello, único sin barandillas junto al Ponte Chiodo de Cannaregio.

Desde Burano se accede a pie a Mazzorbo, pequeña isla vecina que evita el turismo de masas pese a estar unida a la primera por un simple puente de madera. En un breve paseo circular, entre las viñas del Venissa Wine Resort, un refinado hotel-restaurante cuyos propietarios elaboran un vino muy apreciado, destacan las pequeñas iglesias de Santa Caterina y de San Miguel Arcángel.

De regreso hacia Venecia, Murano es la meca de los artesanos del vidrio soplado, el único lugar de Europa en tiempos de la Serenísima República Veneciana donde eran capaces de hacer un espejo. Si bien la labor de los sopladores en los más bien feos talleres de las fábricas siempre tiene un toque de espectacularidad, la mayor parte de las piezas roza la vulgaridad. Para ver las joyas de cristal más antiguas y especialmente las del siglo XIX hay que acudir al Museo del Vidrio. Otra cosa son las obras actuales más caras, que ocupan los escaparates de las tiendas más selectas de Venecia.

Pero Murano, más allá de su pasado industrial, del que quedan algunas huellas destacadas, también tiene dos interesantes polos religiosos. Sólo hay que seguir el muelle de uno de los dos grandes canales de que consta la isla y llegar hasta la iglesia de San Pedro Mártir para admirar las pinturas de Bellini y obras que se salvaron de los saqueos napoleónicos a varios templos. La otra joya muranesa es la basílica bizantina de Santa María y San Donato, dedicada al obispo que mató a un dragón, considerada una de las ‘catedrales’ más importantes de toda Venecia.

Tumba de Helenio Herrera, en la isla cementerio de San Michele.

En tránsito hacia las Fondamente Nove, la isla-cementerio de San Michele abre sus alamedas a tumbas y mausoleos de personajes famosos, desde Igor Stravinski y Ezra Pound hasta Franco Basaglia y Josif Brodski. La que acoge al legendario futbolista y entrenador Helenio Herrera es una de las más visitadas. Y la del empresario teatral Serguéi Diáguilev alberga un secreto: unas zapatillas de bailarina clásica que alguien deja cada cierto tiempo.

Mucho más cerca de Venecia, con paradas de vaporetto, se encuentran las islas de Certosa, que estrenó un nuevo puerto deportivo y posee un parque con vestigios de su pasado militar, y Le Vignole, la preferida por los venecianos para los pícnic de fin de semana con buen tiempo. Y un poquito más alejada, Sant’Erasmo es la isla más grande, el huerto de Venecia, que ha despertado cierto interés gracias al reciente estreno de la película ‘Atlantide’, de Yuri Ancarani, sobre jóvenes de la zona noreste de la laguna que participan en carreras ilegales de motoras.

Frente a Sant’Erasmo se encuentran las islas de San Francesco del Deserto, que acoge un convento de frailes fundado por Francisco de Asís en el siglo XIII, y del Lazzaretto Nuovo, que fue usada como lugar de cuarentena y cuartel, y que alberga ahora un ecomuseo. Esta isla, junto con la del Lazzaretto Vecchio, muy cerca del Lido, forman parte de un plan museístico que Venecia intenta culminar en los próximos años tras un complejo proyecto de restauración.

Entrada al Museo del Manicomio.

Precisamente en esa zona de la laguna, al sur de San Giorgio Maggiore y su famoso campanario, se despliegan un puñado de islotes, alguno de ellos colonizado por una lujosa cadena hotelera. Las dos más interesantes son San Servolo y San Lazzaro, unidas con San Marcos y el Lido cada veinte minutos por una línea de vaporetto.

La primera, como muchas otras fue sede de un monasterio y hospital militar hasta que la entrada de las tropas napoleónicas, en 1797, la convirtió en una institución mental a cargo de religiosos de la orden de San Juan de Dios y luego en hospital psiquiátrico, hasta su cierre en 1978. Las huellas de los enfermos que lo ocuparon y las técnicas empleadas para curarlos, desde las más oscuras a las más modernas, se hallan en el Museo del Manicomio, ‘La follia reclusa (La locura recluida)’.

Inaugurado en 2006, este centro alberga artefactos e instrumentos usado para inmovilizar, calmar o tratar a los pacientes, como esposas, tobilleras, camisas de fuerza… También reproducciones de 40.000 historias clínicas, fotografías de enfermos e instrumentos científicos y clínicos, desde microscopios a instrumentos de electrochoque y la reproducción de la antigua sala anatómica. Convertido en uno de los mayores archivos de psiquiatría del mundo, ofrece también una visión actual y bien explicada del horror que fue en su día este tipo de lugares.

Placa en recuerdo a Lord Byron en San Lazzaro degli Armeni.

Mucho más agradable es la visita a San Lazzaro degli Armeni, hogar de los mequitaristas desde 1717, cuando Venecia se la cedió a los miembros de esta orden religiosa fundada por Mequitar (1676 – 1749), un monje ortodoxo armenio.

Artesanos de la imprenta y la encuadernación, este monasterio es uno de los principales centros de la cultura armenia que existe en el mundo, con una impresionante biblioteca, que alberga una colección de manuscritos y libros de todos el mundo, que supera los 170.000 ejemplares. Aseguran que, por todo ello, Napoleón les permitió seguir con su labor mientras clausuraba el resto de centros religiosos de la zona.

Pero la estrella de San Lazzaro es, sin duda Lord Byron, de cuya estancia hay huellas en todo el recinto. Mientras el joven aristócrata causaba algunos escándalos en Venecia, los monjes le apreciaban.

No es extraño, ya que el poeta inglés acudió a la isla remando tres días a la semana durante cuatro meses de 1816 con la idea de aprender la enrevesada lengua armenia. Y también para descansar de sus aventuras amorosas junto a su iglesia gótica y su hermoso claustro porticado.