El Oscar a la mejor dirección para Kathryn Bigelow se está publicitando como el primero que se otorga a una mujer, a una realizadora.
Como creo que dirían los cinéfilos y las feministas, la cuestión es si Bigelow es una buena directora, no si es mujer.
A mi me gustan y mucho sus primeras películas, empezando por Los viajeros de la noche, una película de vampiros modernos mucho antes de que llegara la moda actual; la magnífica Acero azul, con una maravillosa Jamie Lee Curtis en plan de policía atormentada y un muy adecuado Ron Silver en un papel de psicópata acosador; y la espléndida Le llaman Bodhi, la mejor de sus películas (opinión que no comparten muchos de mis amigos críticos), con una ambigua y atormentada relación, entre admiración y odio, entre Keanu Reeves y un Patrick Swayze que logró aquí su trabajo más conseguido.
Los filmes posteriores de Bigelow no me han atraído mucho (Días extraños, El peso del agua, K-19), aunque ella siempre ha mantenido una gran facilidad para acertar en un tipo de cine de acción que no ha defraudado ni a sus seguidores ni en taquilla.
Y ahora le llega el reconocimiento por una cinta bélica que, personalmente, no me interesa, pero que tiene alguno de los rasgos comunes a sus películas anteriores: el nihilismo de su personaje principal, aquí, un soldado encargado de desactivar explosivos y bombas en la guerra de Irak.
Entre los comentarios que se han escrito al respecto, puedo citaros el de mi compañero Quim Casas:

«La última película de Kathryn Bigelow se desarrolla durante la guerra de Irak pero podría transcurrir en cualquier otro enfrentamiento bélico (…) llega a hacer abstracción del problema para centrarse en los combatientes. No hay proclama política alguna, ni críticas veladas o no contra Bush, ni patriotismo ni heroísmo castrense, tan al uso en productos de estas características, sino una especie de destilación del contexto para centrarse en la esencia de las cosas: la soledad, la inquietud y las angustias de quienes deben enfrentarse cotidianamente a la muerte. (…) La figura central, James (Jeremy Renner), es un tipo completamente autodestructivo. Su vida es una huida hacia adelante (…) y esa sensación de desamparo y soledad simboliza perfectamente la posición de cualquier personaje abocado a una situación límite como es la guerra.

En efecto, la acción podía haber estado situada en Irak, Afganistán o en cualquier otra guerra. La cuestión es que la realidad en esos países, con cientos de víctimas civiles causadas a diario por bombas de un bando o errores del otro bando, me provoca una indignación mayor que la visión de un grupo de soldados de EEUU metidos donde nadie les llamó.