Prosigo con el relato del viaje que hicimos a Costa Rica hace diez años. El texto de hoy corresponde al día 19 de julio de 2008. La agenda de aquella jornada iba a ser la de un típico día de traslado de un punto a otro del país, con pocas perspectivas paisajísticas más allá que las divisadas desde el autobús en el que viajábamos.
La ruta era desde Monteverde hasta Quepos, la ciudad más cercana al Parque Nacional Manuel Antonio, donde (aseguraban) que estaban las playas más bonitas del país, situadas al sur, en la provincia de Puntarenas, junto al Pacífico.
La noche anterior, para volver al Hotel Belmar desde el restaurante de Henry, tomamos el taxi de un amigo del cocinero, ya que empezó a llover de forma casi torrencial. Nos fue de perillas, porque nos dejó en la puerta del Belmar y nos cobró un precio bastante por debajo del que habitualmente cobraba a los turistas. Fue un trayecto tan agradable, charlando con el muchacho, que cubrimos la diferencia de tarifa con una generosa propina.
En camino
Pues bien, tras la copiosa lluvia nocturna, aquel sábado amaneció espléndido. La hierba de los jardines situados bajo nuestro balcón brillaba y, mientras esperábamos la hora de partir hacia Manuel Antonio. Unos taxis nos acercaron al autocar y, una vez dentro, iniciamos el camino. Hasta ese momento habíamos visto los ríos selváticos de Tortuguero, en el Caribe; la zona volcánica y los bosques del interior del país. Era el momento de descender hacía la costa del Pacífico.
El paisaje ya no era tan bonito, había más pueblos y más tráfico. Nuestro guía, escarmentado por la bronca que le habíamos dado por la encerrona del restaurante de Monteverde, iba con pies de plomo y consultaba las paradas.
¿Les parece que paremos para hacer pipí? Vale. Y nos paraba en la típica tienda de recuerdos, con váteres, eso sí, donde podíamos orinar, en efecto, y también hacer las compras correspondientes. Genio y figura.
El restaurante y el puente
Menos mal que el siguiente punto, correspondiente a la hora de comer, tenía un atractivo especial: era un restaurante de carretera con paisaje de cocodrilos. En efecto, a pocos metros del local, un puente sobre el río Tárcoles, permitía ver una enorme manada de esos bichos, tumbados tranquilamente a la orilla del río.
Eran realmente grandes. Uno de ellos, enorme, salió del agua, donde se movía con bastante rapidez, y cuando salió a la zona fangosa, se convirtió en un ser más patoso de lo que se le suponía.
Los cocodrilos
El puente es largo y permite ver a los cocodrilos en vertical, más o menos como os muestran las fotos. De haber ido por mi cuenta, probablemente hubiera intentado acercarme un poco más. Si había vacas pastando a cien metros de ellos, yo también podía intentar hacer alguna foto a esa distancia. Pero cuando viajas en grupo, alejarte en exceso y perder el horario previsto es imposible.
Así que hicimos las fotos que veis y volvimos al restaurante para comer algo. Justo enfrente, cruzando la carretera, había una tienda-bar donde se podía degustar café del país, así que aprovechamos para tomar un cafetito y comprar algunas bolsas para la familia.
Poco después reanudamos el viaje hacia Quepos, uno de los puertos más importantes del sur, como el de Puntarenas, la capital. Hacía relativamente pocos meses que había habido inundaciones y estaban haciendo obras en la carretera –creo que era la panamericana–, así que el viaje duró algo más de lo previsto y llegamos al hotel cuando el sol ya empezaba a declinar.
Quepos
La sorpresa, relativa a esas alturas del viaje, era que no estábamos en Quepos, sino a un par de kilómetros, en el camino hacia el parque de Manuel Antonio.
Así que dejamos las maletas sin deshacer y salimos por piernas del hotel. Nos acercamos a la carretera y tomamos el primer autobús que llegaba con destino al centro de la ciudad. Estaba lleno de ticos, abarrotado de humanidad que acababa de finlaizar su jornada de trabajo en los chiringuitos playeros. En cinco minutos estábamos en la estación de autobuses.
Nos acercamos al malecón para ver la puesta de sol, magnífica, con nubes de tormenta sobre el mar. Cuando empezó a anochecer, dimos un corto paseo y nos acercamos a cenar a uno de los restaurantes del centro del pueblo.
Era popular, agradable, de una calidad aceptable y bastante barato.
Después de cenar vimos que amenazaba lluvia. Era noche cerrada, la ciudad no estaba muy iluminada y optamos por coger un taxi en la plaza central, la de los autobuses, y volver al hotel. Sólo nos faltaba un día de estancia en la zona y otro más, el de regreso a España.
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