Canales de Tortuguero

El despertador suena a las 5 de la mañana, pero no importa: hemos descansado ocho horitas de un tirón.
Es domingo, 13 de julio , y empezamos a no saber en qué día vivimos. Son vacaciones.
Tras la ducha, el desayuno. En la oferta aparece el desayuno típico, que incluye el llamado gallopinto (arroz con frijolitos negros), del que huimos como la peste: comer esa bomba energética puede ser sinónimo de no pasar por un retrete en todo el circuito.
La idea más racional pasa por seguir una dieta sin excesos y con fruta siempre que podamos. Hay quien se vuelve loco con los bufets libres y acaba con unos cuantos kilos y colesteroles de más.
A las 6 todo el mundo está a la espera de ser distribuido en varios autobuses con destino a Tortuguero, primera parada del tour. El reparto se hace en función del hotel de destino. A nosotros nos toca el Turtle Beach Lodge . Hemos contratado la clase más sencilla, la turista. Los que han pagado superior van a otro hotel y en otro autocar.

Ray, el guía de Tortuguero

Los guías
Al nuestro se suben dos guías. Uno se llama Ray, tiene un aire a lo Capitán Tan intelectual, sin salacof y con barba y bigote de tres días. La otra se llama Ethel y tiene rasgos indígenas. Él se presenta como naturalista de carrera, no para de hablar y parece el jefe; ella se muestra más silenciosa y parece una empleada, aunque demuestra similares conocimientos. Posteriormente informan que cada uno de ellos tendrá a su cargo un subgrupo de unas 20 o 25 personas cada uno.
Salimos de San José y Ray, micrófono en mano, cuenta todo lo explicable sobre naturaleza, fauna y flora del país. Como pasamos por el Parque Nacional Braulio Carrillo, no hay ni un pájaro o animal subido a una rama que Ray deje de señalar, mostrar o detallar.

Paradas técnicas
Dado que la llegada a Tortuguero está prevista para las 2 o las 3 de la tarde, con comida incluida, al cabo de unas tres horas de ruta, hacia las 9 de la mañana, hacemos una parada técnica en un restaurante de carretera donde nos hacen volver a desayunar. Es un punto que servirá de encuentro también para la ruta de regreso del parque natural. No tiene nada especial, pero la comida es correcta y cuenta con un pequeño mariposario en su interior.
Las paradas técnicas suelen servir para que conductores y guías coman gratis mientras el pasaje come y paga, o compra alguna tontería en la correspondiente tienda de recuerdos.

El niño de los escarabajos Plataneros y otros bichos
Al poco tiempo de reanudar la marcha, el bus deja el asfalto y se adentra por un camino de tierra, flanqueado de plantas bananeras y algunas factorías dedicadas a su recolección. La pista está llena de baches, que ya no dejaremos hasta llegar a nuestro destino, y atraviesa algunos pueblos, con casas pequeñas y pobres, enrejadas, pero abiertas de par en par, con algunas personas en su interior, tumbadas en hamacas. Abundan las gallinas, que corretean por los jardines.
Al pasar frente una casa, el guía ordena frenar al chófer y nos señala un árbol, lleno de escarabajos gigantes . Al lado hay un niño parado. Ray le hace señas de que se acerque y el crío, con un ejemplar en sus manos, sube al vehículo y nos muestra el animal, entre muestras de sorpresa y admiración. El bicho no hace nada; sólo mueve levemente sus patas en la mano derecha del niño; en la izquierda va recibiendo algunas monedas y caramelos de los viajeros.

Puerto de Caño Blanco

Caño Blanco
Al cabo llegamos al Puerto de Caño Blanco, un lugar escondido en la desembocadura del Río Reventazón, desde donde zarpan las barcas con destino a Tortuguero. Es un dédalo de canales de agua dulce que se alargan durante kilómetros y kilómetros.
Nos distribuyen en tres barcas de lo más rústico y una tercera se hace cargo de las maletas, que previamente hemos ido pasando al barquero en cadena.

Maletero del hotel de Tortuguero

Éste, un joven negro, arranca antes que nosotros. Poco después nos lo encontramos en el canal. Ha comenzado a lloviznar y el chico ha parado con la intención de tapar el equipaje. Pero resulta que el gran plástico con el que suele tapar las maletas ha quedado abajo del todo. Intenta moverlas una a una para sacarlo cuando llega nuestra guía, Ethel, que tras unos momentos de duda le dice que mejor que arranque y que llegue al hotel lo antes posible. Gracias al cielo, la lluvia es débil e intermitente, porque la excursión fluvial se alargará varias horas y las maletas no parecen hechas para flotar.
Vamos navegando por canales estrechos y cruzándonos con otras barcas, hasta desembocar en un río más amplio, con casas diseminadas en las orillas y ganado que pasta en algunos prados. Pero pronto estas orillas se llena de una espesa vegetación que impide ver más allá. Parece imposible adentrarse en su interior.

Calle de Tortuguero

Tortuguero
Al cabo de un buen rato llegamos a Tortuguero. Nos desembarcan en el punto de información, en una punta de la larga lengua de arena que es la localidad. Ha empezado a llover con más fuerza y nos colocamos los chubasqueros para pasear por la única calle del pueblo, una especie de senda embarrada con algún que otro tablón para eludir el fango y con casas a ambos lados a lo largo de un kilómetro. De tanto en tanto, un almacén a modo de supermercado, un bareto, una tienda de recuerdos o un jardincillo con esculturas de hierro en forma de animales rompe la monotonía.
Un rasta en bicicleta nos sobrepasa con el saludo típico del país (“¡pura vida!”) y nos hace pensar en Jonás, el guapo indígena de la novela homónima de José María Mendiluce, que hemos traído en el equipaje para leerlo aquí.

Vendedor de cocos, en Tortuguero

En la playa, un tipo con sombrero y aspecto indolente vende cocos en un chringuito.
Hemos quedado en la otra punta de Tortuguero, en otro embarcadero, donde nuestras barcas nos vuelven a recoger.
Suponemos que los guías han optado por efectuar la excursión al pueblo, incluida en el circuito y prevista para otro momento, antes de la comida y evitarse un ir-y-venir continuo por los canales. De hecho, cuando volvemos a subir a los botes, aún nos falta más de media hora para llegar al hotel por canales que se van estrechando a medida que llegamos a nuestro destino.

Cartel de entrada al canal del hotel

El Turtle Beach Lodge
Un cartel redondeado, colgado de la rama de un árbol, indica el camino al hotel. Cuando atracamos en el muelle del complejo, observamos que todo son casitas de madera situadas entre los canales y el mar.
Dejamos los equipajes en los pequeños bungalows donde dormiremos, pero… ¡cielos! Al entrar vemos que las ventanas son simples bastidores de madera con telas mosquiteras, sin otra protección. Hace tanto bochorno que quizá es la única forma de combatir el calor y la humedad, pero la ausencia de cristales nos inquieta un poco.
Entre la comida y la cena –un bufet casi idéntico, con ensaladas muy limitadas y donde se repiten el arroz, los frijoles, el pollo– paseamos por una larga playa que se asoma a un embravecido Mar Caribe. La imagen que ofrece se aleja de las idílicas postales que venden las agencias de viaje (sol, arena dorada y suaves olas): grandes olas, con una fuerte resaca que se intuye, y nubes amenazadoras sobre nuestras cabezas no invitan para nada a bañarse. Además, los guías han explicado que la fauna marina de la zona no hace aconsejable el baño y el aviso surge su efecto, aunque algún valiente lo hace y asegura que el agua está calentita.

Playa del hotel Turtle Beach Lodge, en Tortuguero

El Caribe

Pensándolo bien, quizá sí haya algo en la playa que recuerde las famosas postales: la espesa vegetación, sobre todo palmeras y cocos, se acerca hasta la arena y deja unos pocos metros hasta el agua para poder pasear por una arena oscura, llena de troncos secos que el mar ha arrojado a la costa. Los gritos de unos monos aulladores nos recuerdan que estamos en plena selva. Esta noche los oiremos saltar a pocos metros de nuestra habitación.
La amplitud y belleza de los jardines que rodean los edificios centrales hacen que seamos cautos con los insectos. Por eso aquí detallamos un consejo que ofrecemos a todos los viajeros que vayan a este tipo de destinos: antes de salir a cenar, rociamos con un aerosol (lo sentimos por la capa de ozono, pero una picada es una picada) el interior de la habitación y dejamos instalado un enchufe anti-mosquitos. Y al volver, antes de encender la luz, entramos con rapidez y luego la encendemos. Ponemos algo en el suelo, taponando la rendija de separación entre puerta y tierra, y tenemos asegurado un alto porcentaje de ausencia de picadas nocturnas. Nosotros nos salvamos. Hubo quien apareció acribillado a la mañana siguiente.